Rousseau es un contractualista en las antípodas de Locke, que sostiene que la desigualdad acrecentada durante el proceso civilizatorio destruye la libertad y corrompe a la humanidad.
El estado de guerra hobbeseano es, para Rousseau, el propio de la vida social civilizada de su siglo, que hace “a todos los hombres competidores, rivales, o mejor enemigos” (pero jamás la situación del hombre originario).
Ya se dijo que el propio Rousseau se propuso formular remedios que permitieran revertir los efectos corruptores y desigualadores del proceso civilizatorio.
Y esos remedios tuvieron dos vertientes, una pedagógica, a nivel individual, en el Emilio o de la educación, y otra colectiva y social, a nivel político, en el Contrato social.
Urge desde el comienzo advertirles de una muy importante distinción que hace Rousseau entre el contrato por el cual se crea la sociedad política (y que requiere una instancia de unanimidad para crearse) y la institución del gobierno, que no es contractual.
El primero crea un “cuerpo político” (ya leyeron esto en Hobbes y en Locke), que para moverse necesita de una voluntad (también lo leyeron en Hobbes y en Locke), la que determine “el poder legislativo [que] pertenece al pueblo” y no se puede delegar ni transferir. Ya saben que Rousseau es contrario a la representación. Si queremos permanecer libres dentro de la sociedad política debemos actuar activamente como ciudadanos y hacer las leyes.
Pero también se necesita un poder ejecutivo, que “no puede pertenecer a la generalidad como legisladora o soberana; porque este poder no consiste más que en actos particulares, que no son de la incumbencia de la ley ni, por consiguiente, de la del soberano, cuyos actos todos no pueden ser más que leyes”.
El gobierno cumple con una comisión y recibe órdenes del soberano, escribe Rousseau, pues solo es “un cuerpo intermediario establecido entre los súbditos y el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes, y del mantenimiento de la libertad, tanto civil como política. […] Llamo pues gobierno o suprema administración al ejercicio legítimo del poder ejecutivo y príncipe o magistrado al hombre o el cuerpo encargado de esta administración”.
Esto puede generar, y suele hacerlo, algunas dificultades, porque se trata de un nuevo cuerpo que puede querer sustituir (y lo hará si no estamos atentos) la voluntad general (que es la del pueblo soberano), que es la que debe cumplir, por una voluntad propia, del cuerpo intermediario, nada general sino particular.
Importa que no se confundan ambos cuerpos ni su origen, contractual en el caso del Estado y por mero mandato en el otro caso.