Muchos artículos de prensa, tanto noticias como columnas de opinión, pueden leerse, provechosamente, relacionándolas con los textos clásicos que integran el curso.
Es muy probable que ustedes ya se hayan encontrado con algunos o que hayan podido relacionar debates u opiniones con los textos de alguna de nuestras unidades.
Este, que traduje rápida y libremente (por eso pongo la dirección de su original en inglés, así pueden consultarlo), es un caso notorio, y no solo por sus planteos respecto a diversas nociones de libertad (y sus consecuencias).
Las disputas y planteos de los que la autora habla se han dado también, con argumentaciones o posturas equiparables, en Ámsterdam, Berlín, Buenos Aires, Estocolmo, Madrid y hasta en Montevideo, entre muchas otras ciudades.
Se publicó en el semanario estadounidense The New Yorker (fundado en 1925) el 26 de mayo de 2020.
La vida, la libertad y la búsqueda por escupir a otras personas
Por Masha Gessen
El texto al pie de la foto dice: “Las guerras culturales en torno a la pandemia del coronavirus se centran en ideas conflictivas acerca de la libertad, revelando una total falta de causa común nacional”.
A fines de la semana pasada, comenzó a circular una compilación de vídeos que mostraba a clientes de locales comerciales (Costco, Walmart, Red Lobster) negándose a usar tapabocas o a observar distanciamiento social y que, cuando se les denunciaba por su negligencia, tosían e incluso escupían a los empleados (en su mayoría de bajos salarios) que intentaban hacer cumplir las pautas básicas de seguridad.
Son imágenes de la guerra cultural actual, librada y enmarcada, como otras guerras culturales estadounidenses, en torno a ideas conflictivas de libertad. “Me desperté en un país libre”, dice un cliente descontento de Costco. “¿Qué libertad se sacrifica usando un barbijo?” pregunta un usuario de Twitter. “La libertad de no usar un maldito tapaboca”, responde otro.
Los teóricos políticos, desde hace tiempo, han hecho una distinción entre libertad negativa y libertad positiva o, como lo expresó el psicólogo social Erich Fromm, “libertad de” y “libertad para”.
La libertad negativa es la libertad respecto a restricciones, el tipo de libertad que los adolescentes demandan cuando quieren que sus padres dejen de decirles qué hacer. Esto es también lo que los estadounidenses generalmente quieren decir cuando hablan de libertad: libertad individual.
La libertad positiva es la libertad no respecto de los demás sino junto con los demás; se podría llamar libertad social y política.
En una conferencia clásica, titulada “Dos conceptos de libertad”, Isaiah Berlin, el pensador británico del siglo XX, dijo que el sentido “positivo” de libertad sale a la luz cuando tratamos de responder a la pregunta “¿por quién estoy gobernado?” o “¿quién debe decir lo que soy y lo que no soy, ser o hacer?”, en vez de preguntarnos “¿qué soy libre de hacer o ser?”
La conexión entre democracia y libertad individual es mucho más tenue de lo que a muchos defensores de ambas les parecía. El deseo de ser gobernado por mí mismo o, en todo caso, de participar en el proceso mediante el cual se controlará mi vida, puede ser un deseo tan profundo como el de disponer de un área libre para la acción, y tal vez sea históricamente más antiguo. Pero no es el mismo deseo.
La libertad positiva, dijo Berlin, es la libertad de ser intencional: “Deseo ser mi propio instrumento, no el de la voluntad de otros hombres. Deseo ser un sujeto, no un objeto; ser movido por razones, por propósitos conscientes, que son míos, no por causas que me afectan, por así decirlo, desde afuera. Deseo, sobre todo, ser consciente de mí mismo como un ser pensante, dispuesto, activo, responsable de mis elecciones y capaz de explicarlas mediante referencias a mis propias ideas y propósitos. Me siento libre en la medida en que creo que esto es cierto y esclavizado en la medida en que me doy cuenta de que no lo es”.
Berlin no argumentó que un concepto de libertad fuera mejor que el otro. Buen conocedor de Rusia, era muy consciente de que las tiranías se pueden construir sobre ideologías que postulan alcanzar un bien mayor, y que la opresión extrema puede apuntalarse con la retórica de la libertad. Pero ver la libertad, meramente, como ausencia de coerción era, a su juicio, insuficiente. Su argumento fue que los dos conceptos de libertad tienen que coexistir, incluso si a veces chocan.
Usar un tapaboca puede verse como un acto de libertad positiva: la elección de un miembro consciente de la sociedad.
Es difícil considerar el uso obligatorio de máscaras como una limitación de la libertad, ya que incluso el fundamentalismo de la libertad individual de John Stuart Mill trazó una línea en las acciones que pueden dañar a los demás: la libertad de una persona debe terminar donde comienza la seguridad de otra. Afirmar que verse obligado a usar un cubreboca es una violación de la libertad de uno es rechazar la premisa de que usarlo puede proteger a los demás o, de lo contrario, la humanidad de quienes están en peligro. Los manifestantes contra la cuarentena y quienes se resisten a usar tapabocas habitualmente distorsionan o malinterpretan los riesgos de transmisión del coronavirus. Cuando tosen y escupen a los demás, deshumanizan a los que se atreven a decirles qué hacer.
Los efectos a largo plazo de vivir nuestras vidas sociales a distancia, con la mitad de nuestros rostros cubiertos, son profundos, así como la amenaza que enfrentamos como sociedad -la cantidad de personas que han muerto y morirán, la devastación económica que acompaña esas muertes- es difícil de exagerar. Debido a que hay mucho en juego, el uso de máscaras y el distanciamiento social deben ser adoptados como un proyecto común, una empresa de libertad positiva, y no simplemente como una restricción de la libertad individual. Pero, para que eso suceda, necesitamos poder hablar sobre una causa común, una forma de hablar que parece casi extinta en la política estadounidense.
En un discurso, el viernes pasado, el gobernador republicano de Dakota del Norte, Doug Burgum, casi se echó a llorar al tratar de convencer a los residentes de su estado de que usar un tapaboca no era un acto irracional o un signo de pertenencia al Partido Demócrata. “Si alguien quiere usar un barbijo, no debería avergonzarse”, declaró: “Lo primero que alguien debería asumir es que lo están haciendo porque, en sus vidas, tienen personas que aman y que están tratando de cuidar”.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, lanzó un comunicado en el que describe el uso de máscaras como un acto de respeto por los demás, como una declaración y un sacrificio, pero no un acto que indique una distinción: “Ese tapaboca dice: respeto a las enfermeras y los médicos que se inmolaron para salvar a otras personas”, comienza el mensaje de Cuomo.
El estado de Nueva York organizó un concurso de anuncios de vídeo de treinta segundos para promover el uso de máscaras. De los cinco finalistas, solo uno presenta el uso de tapabocas como una acción colectiva en lugar de individual.
Para que aparezca un sentido de causa común, tiene que haber un sentido de nosotros: una comunidad que se enfrenta a una amenaza y está montando una respuesta. Pero tenemos experiencias muy diferentes de la pandemia y expectativas muy diferentes del gobierno. Las personas contrarias a llevar barbijos, según se ve en los vídeos virales, son todas blancas y, al parecer, todas o la mayoría de ellas viven en suburbios o en el campo. Parecen ver el uso de tapabocas como una especie de señal de virtud tiránica; esperan ser atendidos y asumen que están a salvo, tanto del virus como de enfrentar cualquier consecuencia por ignorar las reglas o dañar físicamente a otros.
En mi vecindario, en Harlem, que es una de las zonas de la ciudad de Nueva York más afectadas, la causa común es un bien escaso, pero por razones muy diferentes. Aquí, los oficiales de policía hacen cumplir las pautas: comenzaron arrestando agresivamente a las personas por no distanciarse socialmente, y ahora se enfrentan a grupos de adolescentes, en su mayoría sin cubrebocas, para tratar de dispersarlos. Las luces azules intermitentes de los patrulleros, que pretenden anunciar el mensaje de distanciamiento social, se chocan contra una muy larga experiencia barrial de vigilancia excesiva, que tuvo y tiene poco que ver con mantener seguros a quienes residen en este vecindario.
La verdadera amenaza a la libertad en la pandemia no es a la libertad individual sino a la libertad positiva: la libertad de ser una comunidad, una sociedad, una polis. Los gritos contra los barbijos y la cuarentena sirven como distracción respecto de ese asunto, mucho más difícil, y de un sacrificio que se hace demasiado a la ligera, como cuando Bill de Blasio, el alcalde de Nueva York, a principios de este mes dijo que las manifestaciones en la ciudad serían interrumpidas por la policía incluso si los manifestantes observaban las pautas de distanciamiento social. Dos veces, en las semanas previas a esos comentarios, la policía había detenido las protestas de activistas L.G.B.T.Q. contra Samaritan’s Purse, una organización explícitamente anti-gay que mantuvo un hospital de campaña en Central Park en abril.
Hace dos fines de semana, los manifestantes estaban de regreso en Central Park, celebrando la partida del hospital de campaña. Dos docenas de personas estaban al menos a dos metros de distancia. Varios sostenían una pancarta con la bandera del arco iris, estrecha y muy larga, para poder sostenerla mientras se mantenía el distanciamiento social. Cada vez que alguien se acercaba a la protesta, uno de los organizadores decía: “Sos bienvenido a unirte. Por favor, usa tu tapaboca y mantén al menos dos metros de distancia”. Una de las personas en el césped, el abogado y activista de larga data Bill Dobbs, miraba la protesta con tristeza mientras participaba. “Para tener una resistencia seria, tienes que reunir las mentes”, me dijo. “Y, para eso, tienes que tener personas en una habitación”.
En nuestro espacio público, una persona continúa reclamando la libertad de estar en una habitación con otros. El Presidente, dado su talento, logra desviar nuestra atención de lo que es verdaderamente notable -el espectáculo de él hablando con otros, conociendo gente nueva, viajando- hacia un absurdo juego de suspenso: ¿llevará o no un barbijo? Mientras tanto, sus partidarios logran desviar nuestra atención de considerar el tema esencial de la libertad durante la pandemia -cómo forjar y mantener una causa común-, a pensar en la libertad de escupir a los demás.
Masha Gessen, escritora de The New Yorker, es autora de once libros, entre ellos Sobreviviendo a la autocracia y El futuro es historia: cómo el totalitarismo recuperó a Rusia