Algo más sobre Locke y su ensayo

Algo más sobre Locke y su ensayo

de Rodriguez Arturo -
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El prestigio de Locke entre sus contemporáneos, más allá del círculo de su protector (que fue líder del bando Whig que combatió a Carlos II) y allegados (pues llevó una vida reservada y fue reticente a la popularidad, sin perjuicio de que asumiera algunas funciones, nunca centrales, de gobierno), se fundó fundamentalmente en dos obras: el Ensayo sobre el entendimiento humano (1689) y Algunos pensamientos sobre educación (1693). Los tratados políticos fueron publicados anónimamente y, aunque no sin desacuerdos, su incorporación como ícono de la libertad política inglesa ocurrirá después de su muerte, a partir de las primeras décadas del siglo XVIII (Voltaire contribuyó a extender su fama en toda Europa).  

Por otra parte cabe tener presente que las obras y panfletos sobre el gobierno y la política fueron extremadamente abundantes durante todos los álgidos periodos de la revolución (o revoluciones) inglesas/británicas del siglo XVII, por lo que los textos lockeanos no estuvieron en soledad ni representaron los puntos de vistas más radicales (que los hubo) de esa época. En comparación con muchos de sus contemporáneos Locke aparece como un teórico político prudencial, alejado de extremismos y grandes innovaciones.

Por eso conviene tener siempre presente que Locke fue, al menos en lo que respecta a sus consideraciones políticas, no un autor de obras filosóficas y/o teológicas distanciadas de cualquier compromiso pasional con los acontecimientos contemporáneos suyos (hoy las llamamos “monografías académicas”) sino, por el contrario, un escritor de textos que tenían el concreto propósito de influir en la política de su época. Y ello incluso cuando, como realmente pasa en este caso, los historiadores actuales no se ponen de acuerdo respecto al exacto papel de las ideas de Locke en el contexto político inglés de fines del siglo XVII.

Una época y lugar, como empezaron a verlo en el caso del Leviatán de Hobbes, que no se vio libre de un torbellino de trastornos conmovedores (prolongada guerra civil en la que a un rey le cortaron la cabeza; sustitución de la monarquía por una fugaz república, en una experiencia que hasta hoy Inglaterra no repitió, que derivó, primero, en Protectorado, luego en una restauración y, por último, en la supremacía del Parlamento sobre monarcas limitados en sus potestades; continuo conflicto entre adherentes de diversas sectas religiosas y, más intensamente, entre protestantes y católicos que pretendían determinar la religión del Estado y excluir del gobierno a la otra fracción), que incluso empujarían a Locke al exilio pues parece haber estado personalmente implicado en algunos de los complots políticos de entonces.

En el tiempo transcurrido desde finales del siglo XVII, en todo caso, los usos e interpretaciones de las obras políticas suyas han sido muy diversos y una buena parte de sus escritos (filosóficos, políticos, sobre religión, educación, economía o medicina) permaneció inédita hasta la segunda mitad del siglo XX (el año pasado se descubrió un breve manuscrito suyo sobre tolerancia que nunca había sido publicado).

Ya mencionamos, y seguramente ustedes lo advirtieron, que la creencia en la existencia de Dios constituye el fundamento de la perspectiva teórica y argumentativa de Locke, una creencia, por otra parte, ampliamente compartida en su sociedad y tiempo (en su hoy famosa Carta sobre la tolerancia de 1689, pero que tuvo varias redacciones previas, sostiene que la tolerancia no puede comprender a los ateos [pues la creencia en una divinidad “es el fundamento de toda moralidad e influencia completamente la vida y las acciones de los hombres y, sin ella, un hombre tiene que ser considerado parte de una de las especies más peligrosas de los animales salvajes, o sea, incapaz de cualquier tipo de sociedad”] ni a los católicos [tienen dos soberanos, como ya nos advirtiera Hobbes; esto es, dos lealtades]).

En resumen, la tolerancia en Locke parte de la creencia en que existen principios de validez universal que los humanos todos podemos conocer y/o acordar por consenso racional (y todo ser racional ha de creer en Dios), aunque no todos se esfuercen por ello y también deba admitirse el error.

En todo caso, existiría un régimen de normas de validez universal (cuyo origen está en Dios) que todos hemos de reconocer, sino de inmediato en algún futuro y, por tanto, la tolerancia es un medio para hacer posible la convivencia mientras llega esa instancia de reconocimiento general de los principios universales que, además, en el caso de Locke, coinciden puntualmente con la revelación cristiana y serían los fines que Dios, cual Rey de reyes a quien todos debemos obediencia, determinó para los seres humanos.

De estos presupuestos lockeanos deriva la interpretación de que lo que Locke formula como una teoría de los fundamentos de la sociedad política de los que creen en Dios (pues los que no lo hacen están excluidos de ella, no pueden integrarla, son irracionales e insociables).

De su insistencia en (y de la centralidad de) la propiedad derivará la interpretación que hace de la sociedad política de Locke una asociación de propietarios (y los que carecen de propiedad no la integrarán plenamente, son díscolos y potencialmente peligrosos, que deberían emigrar para hacerse propietarios en otras partes de un mundo que Locke parece concebir como cuasi vacío).

 

Según Locke, la necesaria función arbitral de los magistrados justificaba la fundación consensuada de la sociedad política y era la falta de un juez común autorizado la que ponía a los hombres en estado de naturaleza. Pero esa intervención arbitral estaba pensada para fallar en los conflictos entre un hombre o varios y otro u otros en la vida terrenal, nunca para la resolución de la relación de cada uno de estos con Dios, extendiendo su jurisdicción “más allá de los límites de esta vida” (según escribe en su Carta). De ahí su propuesta de lo que podemos llamar una “teoría de las dos esferas o dominios” (una, terrenal, propia del magistrado y otra, supra o ultraterrenal, que se ocupa de lo trascendente, del pastor o sacerdote), que tendrá otras aplicaciones y una pervivencia destacada en lo que después llegó a ser al menos una de las tradiciones liberales. Fue, por otra parte, una distinción a la que se mantendrá fiel en los textos que dedicó, a lo largo de unos veinte años, a intervenir en la discusión sobre la tolerancia, en tanto método equitativo y practicable para resolver los recurrentes conflictos religiosos que amenazaban la estabilidad de los gobiernos y la vida civil de los Estados. 

Conducían a la guerra y Locke procuró deslindar su estado de naturaleza (“un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua”), donde nos gobierna a todos una ley natural sobrehumana, del estado de guerra (que en Hobbes eran una y la misma cosa). El estado de guerra lockeano es, en primera instancia al menos, lo opuesto a su estado de naturaleza no licencioso, pues lo describe como uno “de enemistad y destrucción”, uno ante el que cada hombre “puede destruir a otro que le hace la guerra, o a aquel en quien ha descubierto una enemistad contra él, por las mismas razones que puede matar a un lobo o a un león. Porque los hombres así no se guían por las normas de la ley común de la razón, y no tienen más regla que la de la fuerza y la violencia. Y, por consiguiente, pueden ser tratados como si fuesen bestias de presa”.

El empleo de la fuerza en contra nuestra basta para que sea lícito matar a quien la ejerce, pues “cuando alguien hace uso de la fuerza para tenerme bajo su poder, ese alguien, diga lo que diga, no logrará convencerme de que una vez que me ha quitado la libertad, no me quitará también todo lo demás cuando me tenga en su poder”.

Ante el agresor, no teniendo a quien apelar en defensa nuestra, solo cabe la defensa propia, inclusive la extinción del enemigo. Aquel estado pacífico fácilmente puede, en cualquier momento y a causa de una agresión (propia de irracionales), pasar a uno de guerra: “Propiamente hablando, el estado de naturaleza es aquel en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal, común y superior a todos, con autoridad para juzgarlos. Pero la fuerza, o una intención declarada de utilizar la fuerza sobre la persona de otro individuo allí donde no hay un poder superior y común al que recurrir para encontrar en él alivio, es el estado de guerra”. Es una situación en la que se nos quiere forzar sin derecho, y se puede desencadenar inclusive en el estado civil.

Se suman, como ven, precariedades e inconveniencias en el estado de naturaleza según Locke. Hay que evitar este estado de guerra y para ello tenemos que agruparnos en sociedades y abandonar el estado de naturaleza (sumamente frágil, socavado por inconvenientes, quizá solo fugaz), generando una instancia de apelación consentida y consensuada, pues “allí donde hay una autoridad, un poder terrenal del que puede obtenerse reparación apelando a él, el estado de guerra queda eliminado y la controversia es decidida por dicho poder”.

 

Resumo: para Locke (también contractualista e iusnaturalista) estamos todos igualmente sujetos a las leyes naturales y en estado de naturaleza cada quien es a la vez, inevitablemente, juez y policía para cuidar que esas leyes se cumplan y para castigar a quiénes las incumplan. Todos tenemos en este estado, en un plano de igualdad, las mismas facultades o poderes (y hasta obligación) para velar por las leyes naturales y aplicar castigos proporcionales a los violadores de las mismas.