Espero que ya estén habituados a los breves apuntes y comentarios que (a eso al menos aspiramos) quizá les ayuden en
sus lecturas, en este caso del libro de Locke.
John Locke
(1632-1704) fue estudiante gracias a una beca real, desde su infancia en Westminster School hasta bien entrado en
la madurez en Oxford. Solo perdió su condición de becario en Christ Church (uno de los institutos más
grandes y prestigiosos de la Universidad inglesa de Oxford) a los 52 años, cuando sus posiciones políticas antimonárquicas hicieron
que la Corona decidiera quitarle la beca.
Esa posición
política (opuesta a la de su vida previa) le fue inspirada por Anthony Ashley Cooper, más tarde conde de Shaftesbury, el mecenas que
Locke se consiguió en 1667, cuando fue a trabajar para él como médico y luego
como escritor a sueldo. Lord Shaftesbury,
un terrateniente de gran escala y político whig
radical, logró involucrar a Locke con el colonialismo, la esclavitud, la
insurrección (y como consecuencia padecer el exilio político), además de
otorgarle una anualidad. En esta
unidad deben todos leer, entero y en primer lugar, el Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil de Locke. Lo
tienen en una carpeta, pero pueden usar otra edición si la encuentran en sus
bibliotecas o ya compraron los librillos del CopyCED. Siempre leerán
traducciones pues la obra se publicó en 1690, sin mención de su autor, en
inglés. Las dos principales obras políticas de Locke fueron
publicadas anónimamente, y el Ensayo que deben leer fue
redactado bastantes años antes de la llamada, por la fracción vencedora y la
historia whig posterior, revolución
gloriosa, a la que suele asociarse. Locke solo reconoció ser el autor de
los dos tratados o ensayos (así como de otros de sus escritos publicados
anónimamente) en su testamento. El propósito de su ensayo es dar cuenta de los
objetivos y límites del poder político (que él mismo define en el capítulo I de
la segunda parte como aquel que tiene “el derecho de dictar leyes bajo pena
de muerte y, en consecuencia, de dictar otras bajo penas menos graves, a fin de
regular y preservar la propiedad y ampliar la fuerza de la comunidad en la
ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado frente a injurias
extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el bien público”). El marco de la teoría que desarrollará es
contractualista, sosteniendo que es el consentimiento de los gobernados (y no
la herencia ni una voluntad sobrehumana ni la mera tradición) lo que legitima
ese mayúsculo poder (el único que puede matar). De ahí que seguramente reconocerán en su obra
términos que ya leyeron en la de Hobbes, con la cual tiene muchísimos elementos compartidos a pesar de que la
objeta y que su fama deriva del intento de restringir las facultades del
soberano (e, inclusive, legitimar en ciertos casos, que estima empero como
infrecuentes, la rebelión). A fin de entender el poder político propone
deducirlo de lo que fue su origen, esto es de la situación de estado de
naturaleza (en Locke, un “estado de libertad [que] no
es, sin embargo, de licencia” (esto es, de desorden o descontrol o anarquía). Otra vez vemos utilizar el recurso a la conjetura
sobre una situación previa (de los hombres) a la de la constitución de
sociedades políticas que, en el caso de Locke, sin embargo no es una
alternativa siempre factible de reaparecer sino una instancia que pudo haber
existido en el pasado pero que ya no ocurre (salvo, como para Hobbes, en la relación entre Estados, donde sí rige: “todos los príncipes y
jefes de los gobiernos independientes del mundo entero se encuentran en un
estado de naturaleza”). En ese estado de naturaleza lockeano los hombres
son sociables, trabajan y hacen intercambios porque hay una ley (que la razón
puede conocer y la religión predica) que, si se respeta, permite una
convivencia no conflictiva. Cada ser humano, en tales circunstancias y no
existiendo sociedad política (que habrá que construir, como veremos), tiene una
situación de igualdad con el resto en tanto “todo poder y jurisdicción son
recíprocos, y […] nadie lo disfruta en mayor medida que los demás”. En otros términos, allí cada uno es juez y policía,
sin estar subordinado a ninguna persona. En eso consiste la igualdad en el
estado de naturaleza. Cada quien puede disponer de su persona y posesiones
según su voluntad, pero también aquí hay límites que respetar (a pesar de que
no existe una autoridad común ni un régimen legal positivo): nadie puede
autodestruirse (quitarse la vida y ello, nos explicará Locke, deriva de que
cada ser humano es, en verdad, dueño a medias de su vida, pues es obra de Dios,
un copropietario de la vida de todos y cada uno. Podríamos, sin injusticia,
asignarle a Locke el eslogan: suicidarse es un robo) y tampoco (y aquí hay un
apartamiento del individualismo absoluto del estado de naturaleza de Hobbes) a “ninguna criatura de su posesión, excepto en el caso de que ello
sea requerido por un fin más noble que el de su simple preservación”. Un
poco más adelante escribirá que cada ser humano “se verá obligado a
preservar al resto de la humanidad en la medida en que le sea posible, cuando
su propia preservación no se ve amenazada por ello; y a menos que se trate de
hacer justicia con quien haya cometido una ofensa, no podrá quitar la vida, ni
entorpecerla, ni poner obstáculo a los medios que son necesarios para
preservarla”. En primer lugar cuidar la propia vida, pero también
la de los restantes seres humanos (si es posible y no corres riesgo de perder
tu vida al hacerlo). Y ello implica no atentar contra los medios que cada quien
necesita para sobrevivir (esto es, posesiones propias). Sin embargo, en tanto
juez y policía, y a fin de hacer justicia cuando hay ofensa o daños, podremos,
cada uno de los humanos en aquel estado de naturaleza, quitarle la vida a un
agresor. Ocurre que el “estado de naturaleza tiene una
ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa
ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que siendo todos los
hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a
su vida, salud, libertad o posesiones”. Por tanto aquella guerra de todos contra todos que
imagina Hobbes no se daría nunca, porque
el respeto de una ley natural (la teoría de Locke no es secular y rigurosamente
intramundana, como fue el caso en Hobbes y otros, sino que se entrelaza con sus convicciones religiosas, su
ley natural es obra de Dios: “normas que Dios ha establecido para regular
las acciones de los hombres en beneficio de su seguridad mutua”) nos
contiene. No podemos autodestruirnos (la autopreservación que
ya vieran en Hobbes), pero tampoco podemos destruir al prójimo (“no hay entre nosotros
una subordinación que nos dé derechos”, pero en cambio sí la hay respecto a
“esas criaturas que son inferiores a nosotros” y fueron creadas “para
nuestro uso”. Su conjetura de un estado de naturaleza parece acompañar la
narración bíblica del génesis). Es el respeto de la ley de naturaleza el que hace
de tal estado, en Locke, uno pacífico en el que todos podríamos conservar
nuestras vidas. Pero en este estado el castigo de las violaciones nos
corresponde a todos, pues es uno “de perfecta igualdad en el que no hay
superioridad ni jurisdicción de uno sobre otro, cualquier cosa que uno pueda
hacer para que se cumpla esa ley será algo que todos los demás tendrán también
el mismo derecho de hacer”. Y aquí empiezan a advertirse dificultades, que
irán in crescendo. Pues no se trata de un poder arbitrario, sino
que debería ejercerse “según los dictados de la serena razón y de la
conciencia, asignándole penas que sean proporcionales a la transgresión y que
sirvan para que el criminal repare el daño que ha hecho y se abstenga de recaer
en su ofensa” (observar que Locke excluye como motivación del castigo la
venganza). Quien incumple la ley de naturaleza es irracional
(lo calificará como “degenerado”, “criatura nociva” y “un
peligro para la humanidad”), atenta contra la paz y seguridad y debe ser
contenido o, inclusive, destruido. Cada ser humano es quien debe ser ejecutor
de esa ley (como advertirán una carga muy pesada y, también, sujeta a
eventuales discrepancias sobre la proporcionalidad del castigo a aplicar: “cada
transgresión puede ser castigada en el grado y con la severidad que sea
suficiente para que el ofensor salga perdiendo, para darle motivo a que se
arrepienta de su acción y para atemorizar a otros con el fin de que no cometan
un hecho semejante”), y si no están convencidos Locke les pone el ejemplo
de los castigos que, existiendo ya Estados, se aplican a los criminales
extranjeros (quienes, por serlo, no consintieron para conformar esa sociedad
política y sus leyes): “La autoridad legislativa por la cual esas leyes
obligan a los súbditos del Estado no tiene poder sobre él. Aquellos que poseen
el poder supremo de hacer leyes en Inglaterra, Francia, u Holanda son, con
respecto a un nativo de la India o de cualquier otra parte del mundo, hombres
sin autoridad; y, por lo tanto, si no fuera porque, en virtud de la ley de
naturaleza, cada hombre tiene el poder de castigar las ofensas que se cometen
contra ella, según lo que serenamente juzgue que es el castigo oportuno en cada
caso, no veo cómo los magistrados de una comunidad podrían castigar a un
ciudadano extranjero, nacido en otro país; pues, en lo que a un ciudadano así
se refiere, los magistrados no tienen más poder que el que, de manera natural,
cada hombre puede tener sobre otro hombre”. Pero no solo está esta pesada tarea, que abarcaría
responsabilidades ante la humanidad toda las 24 horas del día los 365 días del
año, sino que además esta situación lleva a que tengamos que ser, probablemente
o alguna vez, jueces “en causa propia” (nosotros o nuestros familiares
amigos o seres queridos pueden estar implicados) y que nuestros “defectos
naturales”, pasiones y “deseo de venganza” nos lleven “demasiado
lejos al castigar a otros, de lo cual sólo podrá seguirse la confusión y el
desorden”. Hay que buscar un remedio para superar “las
inconveniencias que lleva consigo el estado de naturaleza” (que al pasar
describe como “algo insoportable”). Y a tales efectos se crea el
gobierno civil, pero Locke nos dice que el remedio no puede ser igual o peor a
la situación que nos motivó a inventarlo. Habrá que hacer un acuerdo mutuo o pacto, entonces,
para salir de tal estado y consentir en “entrar en una comunidad y formar un
cuerpo político”.