De la religión en Utopía y otros temas

De la religión en Utopía y otros temas

de Rodriguez Arturo -
Número de respuestas: 0

No cristianos con valores cristianos, pues muchos rasgos de esa comunidad asemejan, en efecto, la vida monástica y las prácticas de los primeros cristianos, como en el propio texto se hace constar, lo cierto es que allí conviven casi todas las creencias con exclusión de la incredulidad y expatriación del fanatismo, una solución parecida a la que propondrá más de un siglo después John Locke (cuando el problema, incipiente en 1516, derivara en implacables y prolongadas guerras de religión, desestabilizando cualquier gobierno y multiplicando el exterminio y las persecuciones) y un anticipo imaginado de la sociedad plural que se esbozara en décadas pasadas para debilitarse ahora con el rebrote fanático de múltiples nacionalismos etnocéntricos y fundamentalismos, persecutorios y excluyentes.

Los pocos principios teológicos compartidos en Utopía (tan similares a las cláusulas de la religión civil que propondrá Rousseau dos siglos después) son útiles para la adhesión de los utopianos a su república autárquica (pero capaz de colonización y conquista según un modelo y con justificación que se parecen manifiestamente a los efectivamente exhibidos por los europeos en los siguiente siglos por el mundo entero), admiten practicar los ritos en locales compartidos por todos los creyentes, guiados por sacerdotes electivos de ambos sexos y, quizá nos parezca esto todavía hoy, a medio milenio de distancia del viaje de Hitlodeo a ninguna parte, como lo verdaderamente imposible en todos los mundos posibles, una oración compartida cuyos versos (que deberían hoy rezar animistas, católicos, protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes, budistas, umbandistas, etc.) desconocemos y sospecho que nadie logró, hasta ahora, formular.

Si las previsiones de la vida en la república feliz, necesarias para su armónico funcionamiento, no les permiten atender a todos los matices y diversidades (¿pero acaso ha habido alguna que los comprenda a todos y los admita?), y activamente prohíbe algunos (¿no lo hacen también las que se proclaman como más liberales?), lo cierto es que aceptan que cada quien opte por un credo personal, en su fuero íntimo y en público, siempre que se haga con moderación y, a la vez, mantienen despierta la curiosidad por todas las noticias del mundo.

El espejo deformante de aquel lugar perdido o inencontrable invierte las indecorosas realidades de las sociedades europeas de aquel tiempo y muestra alternativas que reparan o impiden esos defectos (las interminables e ineficaces ejecuciones, la pobreza, los involuntariamente ociosos, la opulencia de los menos y mendicidad de tantos otros, el egoísmo indiferente, la explotación, los gobernantes hereditarios y autocráticos, la institucionalización deformante de la religión, las repetidas guerras y muchos más) pero compatibles con una naturaleza (cuyos impulsos coincidirían con la razón) que es lo que se propone liberar de convenciones corruptoras para hacer posible, a cada ser humano que allí habita, disfrutar de placeres buenos y honestos, intelectuales y corporales, cuidando la salud y encontrando soluciones colectivas para muchas de las tareas repetitivas pero indispensables de toda vida, lo que posibilita a todos disponer de tiempo libre, cultivarse, estar protegidos en caso de enfermedad y vejez, hasta decidir el momento de morir. Una sociedad pacífica en que se impulsa a “cada uno a hacerse el mismo bien que a los demás” (Moro: Utopía, Alianza Editorial, Madrid, 2010, p. 152) viviendo según las prescripciones de la naturaleza, por lo que nadie medra en detrimento del resto.

Acaso una comunidad fraterna, como imaginaron los primeros cristianos y nos contara el novelista ruso León Tolstói (1828-1910) (un terrateniente venido a menos y un soldado que amaba cazar), que la experimentó en la inolvidable hermandad de hormigas de sus juegos infantiles, aquella en la cual la naturaleza fraternal de los hombres podía manifestarse en ausencia de servilismos y servidumbre (pero Hitlodeo nos cuenta, ¡ay!, que en Utopía hay sirvientes, esclavos y frontera por lo que es imposible que allí se realice plenamente aquel persistente sueño de hermandad universal). Un paraíso o tierra sin mal (también perdido), pero terrenal y ultramarino, aunque sea improbable reencontrarlo (sabemos que en ninguna parte, nusquam, está). 

Una ciudad y sociedad filosófica extraeuropea que osadamente desafía, a principios de la época moderna de los historiadores, la vanidosa exaltación de los méritos a que nos tiene habituados desde hace siglos el norte de Occidente, molde y patrón civilizatorio según su propio discurso, para trasladarlo con ventajas a las antípodas (pues es allí donde realizaron aquella única república feliz, que reparte sus dones y acepta de buena gana los ajenos si los estima superiores).

Emplazada en el límite entre lo conocido y lo que recién se descubre (pero no se puede volver a hallar), al margen de la centralidad metropolitana, es en esa marginalidad limítrofe (en el borde mismo entre la terrea cognitae e incognitae), que se construyen instituciones diferentes, que dan resultado, que encarnan virtudes anheladas pero ya destruidas en Europa (pues también se ha observado que en Utopía reviven ideales cívicos londinenses del medioevo tardío, que notoriamente no se trata de un país que anticipe el futuro sino que nos presenta algunas regulaciones urbanas ya puestas en práctica o discutidas por aquel entonces), desde esa distante comarca transoceánica (que pasa a estar en el horizonte de los lectores pues Rafael Hitlodeo, el viajero intermediador, el testigo, les cuenta lo que allí vio) llegan noticias de una vida social alternativa, a la vez natural y razonable, eficiente y placentera, sencilla y plena.

 

Pero acaso no cabría dudar que en el encono antiutopiano (muy extendido en el siglo XX y todavía en la actualidad) un papel motivador persistente se origina, sobre todo, en la ausencia de propiedad privada (y la descalificación que Hitlodeo hace de la misma), que Moro no inventó y muchos otros han predicado hasta nuestro tiempo:

Es claro, pues, que mi exposición no puede ser grata a quienes en su corazón han resuelto seguir otro camino. Les obligaría a volverse atrás. […]

Creo que donde hay propiedad privada y donde todo se mide por el dinero, difícilmente se logrará que la cosa pública se administre con justicia y se viva con prosperidad. […]

[…] no puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos. Es un país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo, a nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos”. (Moro: Utopía, op. cit., pp. 104-105).

Y que resulta incluso más llamativa cuando se toma en cuenta (y esto probablemente es válido para muchos otros rasgos de la ficción de Moro) que, en verdad, la ausencia de propiedad caracterizaba (si no continúa haciéndolo) la situación de la mayor parte de las personas en la propia ciudad nativa de Moro; esto es, no necesitaba siquiera recurrir a una capacidad fantasiosa de imaginar un mundo inverso para figurársela sino la mera observación de su entorno presente:

“Londres, como Amaurota, era esencialmente una ciudad de gente sin propiedad. Como magistrado de Londres, Moro debió estar muy impresionado por los problemas de mantener el orden en una sociedad sin propiedad. ¿Cómo se gobierna una sociedad en la que la mayoría de los residentes carecen de propiedad? Esos problemas fueron convertidos por Moro en la principal virtud de Utopía o Amaurota: la ciudad sin propiedad privada. Pero las soluciones idealizadas que adoptó para el funcionamiento de tal ciudad no carecían de paralelos en Londres del siglo XVI” (Rees Jones, Sarah: “Thomas More’s ‘Utopia’ and medieval London”, en Horrox & Rees Jones (eds.): Pragmatic Utopias: Ideals and Communities, 1200-1630. Cambridge University Press, Cambridge, 2004, pp. 126-127).

 

Una continuidad del repudio (al que habrá que sumarle también el que seguramente se genere en miríada de juristas ante tan pocas leyes y pleitos) que tampoco se interrumpe por las cifras de creciente concentración de riquezas y deslealtad contributiva que nuestra actualidad multiplica, ante la impotencia o inacción de casi todos.

En efecto, predomina una indiscutible sordera ante tales planteos, una colectiva oposición a probar alternativas, un estruendoso rechazo a siquiera imaginarlas, quizá no desvinculable de una ya varias veces centenaria (pero cambiante) perduración y el inconmovible poder decisor de ciertas peculiares minorías que en un notable libro analizara el politólogo norteamericano Jeffrey Winters:

Los oligarcas son distintos de todas las otras minorías con poder porque la base de su poder –la riqueza material– es inusualmente resistente a la dispersión e igualación. No se trata solo de que sea difícil dispersar el poder material de los oligarcas. Es que esa riqueza personal masiva es una forma extrema de desequilibrio de poder social y político que, a pesar de avances significativos en los últimos siglos en otros frentes de injusticia, ha sabido permanecer, desde la antigüedad, ideológicamente construida como injusta de corregir. A través de dictaduras, democracias, monarquías, sociedades campesinas y formaciones post-industriales, la noción de que es un error imponer la redistribución radical de la riqueza es notablemente duradera. Lo mismo no puede decirse de las actitudes hacia la esclavitud, la exclusión racial, la dominación de género, o la denegación de la ciudadanía” (Winters: Oligarchy. Cambridge University Press, 2011, p. 4)

 

El filósofo político contemporáneo norteamericano Michael Walzer, profesor emérito en Princeton, en un artículo de 2009 advertía que el impulso utópico (y esto no lo habrían notado suficientemente sus críticos) contrarrestaba una tendencia natural a la acumulación de riqueza y poder en pocas manos, con su consabida proclividad autoritaria, por lo que incluso las democracias liberales no podían prescindir sin daño del riesgo saludable del activismo político de quienes aspiran a crear una sociedad nueva y más noble, a pesar de que ello encierre siempre peligros de despotismo:

Sin la presión constante o, mejor, los levantamientos intermitentes de hombres y mujeres en búsqueda de un ideal de justicia, el liberalismo nos dará sólo oligarcas y plutócratas”.

Aunque esos impulsos utópicos movilizadores apenas logren contener un poco aquellas siempre presentes tendencias a la formación de jerarquías y concentración de poder material y simbólico, en realidad, mediante la negociación y acuerdos, renunciando a las aspiraciones maximalistas, ayudarían a mantener cierto equilibrio que impide el total triunfo de los menos que tienen más: 

Si alguna vez renunciamos a las dos últimas [grandes esperanzas y aspiración utópica], los ricos y los poderosos estarían mucho más cómodos de lo que tienen cualquier derecho a estar” (Walzer: “Reclaiming Political Utopianism”, THE UTOPIAN, December 14th 2009, http://www.the-utopian.org/post/2410107552/reclaiming-political-utopianism) (Visitado el 15/04/2016).