Del Manifiesto podría concluirse (con no poca simplificación) que, en todas las sociedades basadas en la explotación, las funciones primarias del Estado serían la de proteger la propiedad de los explotadores y la de preservar el orden frente y entre los explotados.
En cambio, el orden en las sociedades antes del surgimiento de la explotación se conservaba sin necesidad de Estado y también sería así en las sociedades futuras, después de la abolición de la explotación: el orden se preservará sin Estado.
El concepto de clase en la teoría marxista es inseparable del concepto de explotación. La clase explotadora burguesa es un grupo de individuos cuya propiedad de los medios de producción le permite apropiarse del producto del trabajo de otros.
Marx y Engels argumentan en el Manifiesto que la estructura de clases de la sociedad capitalista, en contraste con la de sus predecesoras, se desarrolla crecientemente hacia la simplificación del antagonismo, ahora entre dos clases básicas: burguesía y proletariado.
El Estado has sido y es, según exponen, una institución, instrumento o mecanismo de dominación de clase. Así lo consideraron a mediados del siglo XIX, por supuesto mucho antes de la (muy lenta, dificultosa, resistida) generalización del sufragio e, inclusive, de la multiplicación de Estados constitucionales orientados por principios liberales (también a partir de luchas, con avances y retrocesos, nunca universal). De ahí que:
“Después de una revolución -escribe Marx de Prusia en 1848- toda organización provisional del estado requiere una dictadura, y en este caso una dictadura enérgica”.
“La dominación burguesa, como emanación y resultado del sufragio universal, como manifestación explícita de la voluntad soberana del pueblo: tal es el sentido de la constitución burguesa -escribe Marx de Francia en 1848-. Pero desde el momento en que el contenido de este derecho de sufragio, de esta voluntad soberana, deja de ser la dominación de la burguesía, ¿tiene la constitución algún sentido? ¿No es deber de la burguesía el reglamentar el derecho de sufragio para que quiera lo que es razonable, es decir, su dominación? [ ... ] La burguesía; al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se había vestido hasta ahora, del que extraía su omnipotencia, confiesa sin rebozo: 'nuestra dictadura ha existido hasta ahora por la voluntad del pueblo; ahora hay que consolidarla contra la voluntad del pueblo’”.
Todo poder político se revela, en sus orígenes y en sus crisis, como un poder ganado y conservado por medio de la violencia de una clase contra otra, un poder no sometido a la ley (rever lo que escribieron Maquiavelo, Hobbes, Locke y Rousseau al respecto).
La soberanía, de acuerdo con Hobbes y Rousseau, es el poder supremo sobre los sujetos, no sometido a la ley. Ellos distinguían los atributos esenciales de la soberanía, que es fuente de la ley, respecto de las diversas formas de gobierno a través de las cuales las leyes se ejecutan.
Las reglas ideales del derecho natural y las reglas reales del derecho positivo reflejan ambas, con diversos grados de precisión, las relaciones predominantes de producción. Pero el poder dictatorial depende, en última instancia, de la estructura económica de la sociedad; y la estructura económica de la sociedad depende, en última instancia del estadio de desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas, según los autores del Manifiesto.
A partir de la lectura de estos textos muchos marxistas sostienen que el poder político depende del poder económico y que las relaciones legales dependen de las relaciones económicas. Tomadas en su conjunto, estas dos tesis sustentan la primacía del desarrollo económico sobre el político. Esta posición es congruente con la teoría general del materialismo histórico (¿pero lo será con la historia?).
La formulación del papel y rol de Estado en el Manifiesto puede resultarnos, en todo caso, excesivamente simplista e inadecuada como una explicación del Estado moderno (que además no desapareció todavía ni se marchitó en parte alguna, al menos no como consecuencia del eventual triunfo del proletariado), aunque con la flexibilidad que le sumarían otros enfoques posteriores del propio Marx al respecto no es, quizá, imposible desarrollar una teoría plausible a partir de ella.
En algunos de los muchos prólogos que redactará Friedrich Engels, para las traducciones y reediciones del Manifiesto, hacia fines del siglo XIX (murió en 1895) se puede advertir algún cambio ante la aparición de partidos políticos de masas y la ampliación del sufragio (a los varones).
La parte más importante de la Sección III del Manifiesto es la del socialismo utópico, que ofrece una descripción crítica, aunque superficial, de Owen, Saint-Simon y Fourier. Algunas de las ideas de Marx y Engels, por ejemplo sus puntos de vista sobre la división del trabajo o la idea de que el Estado se marchitaría en el comunismo (“el poder público pierde el carácter político”), probablemente se derivan de estos mismos pensadores. Además, su propia teoría conserva aspectos utópicos (muy visibles desde nuestra perspectiva actual), por ejemplo, la confianza en que todos los problemas sociales se resolverían con un suministro abundante de bienes bajo el comunismo (recordar la Utopía de Moro). Por lo tanto, permanece pendiente una discusión importante sobre la naturaleza exacta de las relaciones de Marx y Engels con los utópicos.
La muy corta parte final del Manifiesto contiene varias ideas interesantes, por ejemplo que los comunistas trabajan en alianza con otros grupos, pero sin perder de vista la necesidad de derrocar a la burguesía a su debido momento. Y culmina con un gran llamado (también leyeron una poderosa invocación en el último capítulo de El príncipe) a la unidad proletaria, que tanto impactó durante la mayor parte del siglo XX: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”
En este caso, como en el de todas nuestras lecturas centrales previas, los autores están muertos. Ya no podemos preguntarles cuáles fueron las intenciones reales suyas: tendremos que reconocer que habrá múltiples lecturas de su Manifiesto, como de cualquier texto, y que habrá argumentos atendibles e interesantes entre los adherentes de muchas lecturas particulares diferentes.
Hegel argumentó que el desarrollo del Espíritu Mundial, de la cultura humana en su sentido más amplio, conlleva lo que denomina “astucia de la razón”. Esto significa que las personas perseguimos nuestros propios fines, o un conjunto de objetivos sociales, con un horizonte relativamente estrecho, pero al hacerlo también estamos haciendo avanzar la historia mundial, sin ser plenamente conscientes de lo que estamos haciendo. Esto se transmuta materialmente en Marx y Engels en una “astucia del modo de producción” por la cual la burguesía desarrolla sus propios sepultureros, y el proletariado, a su vez, se ve obligado a cavar tumbas para sus antiguos patrones.
La teleología que subyace en el texto, también de inspiración hegeliana, es decir, la idea de que la historia está trabajando hacia un objetivo inevitable, juega un papel central en el Manifiesto y ha perdido adherentes en las últimas décadas.
Pero en nuestra época de capitalismo global desenfrenado, en el que se les dice a los trabajadores de muchos países, permanentemente, que deben aceptar con resignación salarios bajos, inseguridad y beneficios sociales reducidos para competir con los de otras economías (especialmente las del lejano Oriente), una perspectiva de clase internacional aparece como cada vez más urgente. El Manifiesto, si bien podemos verlo hoy como defectuoso en muchos sentidos, al menos nos ofrece los comienzos de tal internacionalismo (“Los trabajadores no tienen patria”).
Marx fue consciente (y dejó muchos análisis históricos y políticos al respecto) de la imposibilidad de explicar el proceso histórico concreto únicamente en términos de los principios generales del materialismo histórico.