Las formas de gobierno y la responsabilidad de ciudadano

Las formas de gobierno y la responsabilidad de ciudadano

by Rodriguez Arturo -
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Es importante prestar atención a las formas de gobierno en Rousseau y su consideración de la democracia como forma de gobierno, esto es de ese cuerpo intermediario mandatado que siempre debería cumplir con la voluntad general.

Reiteramos, porque suele dar lugar a errores, que gobierno, según nos dice Rousseau, no es lo mismo que sociedad política o Estado. Una sociedad política fundada sobre el contrato que Rousseau propone (y que, según escribe, no es apto para cualquier pueblo ni en cualquier momento de su historia, al punto que en su época y en Europa solo lo cree posible en la isla de Córcega), que es una fórmula de unión que permite mantener la máxima libertad individual y la máxima libertad colectiva, y que requiere de cada miembro que se desprenda de todo pero no se lo entregue a nadie en particular, para generar mediante este artificio una igualdad (igualdad legal y política) en estado civil que todo el proceso civilizatorio había, siglo tras siglo, destrozado (y será, nos dice Rousseau, función de las leyes, precisamente, resistir y contrarrestar la fuerza desigualadora del proceso histórico).

Ese contrato, que nos hace a la vez ciudadanos y súbditos, requiere que conformemos activamente una voluntad general, que es la que supera las disputas entre los diversos criterios individuales, pues ella asume un punto de vista inalcanzable para la perspectiva siempre miope y egoísta de cada individuo (que mira siempre en su provecho), así como de los estamentos y agrupaciones (que también atienden a sus propios intereses colectivos).

Las voluntades particulares, concentradas en el amor excluyente y comparativo del propio bienestar (ámbito del amor propio), toda vez que “interés particular y bien común se excluyen el uno al otro en el orden natural de las cosas”, tienen inclinaciones egoístas, mientras que la voluntad general (mediante la cual el pueblo es soberano) tendería siempre a la igualdad y bien de todos.

Esta voluntad general acalla las pasiones particulares para hacer lugar a una conciencia que trasciende a cada individuo (con la que se forma un “yo común”) y se ocupa y preocupa por todos los miembros de la comunidad, los tiene en cuenta (por eso las leyes serán siempre generales y abstractas, nunca lo particular será objeto de una ley).

Con esto se relaciona la convicción rosseauniana de que una buena comunidad política no puede subsistir ni realizarse en un territorio muy grande ni con una población que tenga escasa posibilidad de conocerse, puesto que la indiferencia de unos respecto de los otros mataría la posibilidad de que se exprese una voluntad general.

Para que esta ocurra todos debemos participar en las asambleas, no coordinar previamente nuestros puntos de vista con otros, oírnos unos a otros (lo que puede, y hasta debería, conllevar que cambiemos de opinión durante las discusiones), no ser algunos tan pobres que se encuentren tentados a vender su voto y otros tan ricos que encuentren viable y posible comprar votos y, también, que estemos informados y no nos despreocupemos de los asuntos públicos (recuerden que al comienzo de su escrito Rousseau escribe que, “por débil influencia que pueda tener mi voz en los asuntos públicos, el derecho de votarlos basta para imponerme el deber de instruirme en ellos”).

La condición de ciudadano es muy exigente, requiere una inclinación de todos por cumplir (jamás delegar o rechazar) los grandes compromisos que el ejercicio de la soberanía popular conlleva. Y Rousseau asevera que tan pronto como nos neguemos a participar, o nos desentendamos (movidos por nuestros intereses particulares, o dándoles preferencia a estos sobre los colectivos) de las obligaciones cívicas, muere la libertad aunque permanezca el Estado. Entonces tendremos amo y dejará de funcionar el milagroso mecanismo (sagrado, lo llamó más de una vez) que hace posible, a la vez, la libertad y la obediencia en una sociedad civil bien constituida.

Por eso, cuando habla de las formas de gobierno [la fuerza que se pone al servicio para cumplir la voluntad general, el cuerpo intermediario al que el pueblo soberano comete las tareas ejecutivas, pero jamás legislativas] (en su caso, democracia, aristocracia o monarquía, además de múltiples formas mixtas, pues para distinguir entre las formas de gobierno hay que contar “el número de miembros que los componen”), de la democracia dice que es la que impone las mayores exigencias a los ciudadanos, que tendrían que ser allí, además de legisladores, integrantes del ejecutivo. Puesto que para que un gobierno sea democrático, escribe Rousseau, el poder ejecutivo debería estar en manos de “todo el pueblo o a la mayor parte del pueblo, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que simples ciudadanos particulares”.

Admitirán ustedes que eso sería en extremo trabajoso y, probablemente, produzca inconvenientes: “No es bueno que quien hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de las miras generales para volverla a los objetos particulares. Nada hay más peligroso que la influencia de los intereses particulares en los asuntos públicos, y el abuso de las leyes por el gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador, secuela infalible de las miras particulares. Al hallarse entonces alterado el Estado en su sustancia, toda reforma se vuelve imposible”.

Como en otros pasajes lo dijo respecto al contrato, Rousseau dice que tampoco en lo que atañe a la forma de gobierno apropiada podemos no tener en cuenta el tamaño del territorio, su población y otras circunstancias (no todas las formas son idóneas para cualquier país).

El gobierno democrático, en todo caso, requeriría: “un Estado muy pequeño en que el pueblo sea fácil de congregar y en el que cada ciudadano pueda fácilmente conocer a todos los demás; en segundo lugar, una gran sencillez de costumbres que evite la multitud de asuntos y las discusiones espinosas; luego, mucha igualdad en los rangos y en las fortunas, sin lo cual la igualdad no podría subsistir mucho tiempo en los derechos y en la autoridad; finalmente poco o nada de lujo, porque o el lujo es efecto de las riquezas, o las hace necesarias; corrompe a la vez al rico y al pobre; al uno por posesión y al otro por ambición; vende la patria a la molicie, a la vanidad; priva al Estado de todos sus ciudadanos para hacerlos esclavos unos de otros, y todos de la opinión”.

Es una forma de gobierno peligrosa (propensa a guerras civiles y a cambiar de forma, esto es degenerar, si nos descuidamos) que solo pueden sostener ciudadanos extremadamente virtuosos, valientes y dedicados al bien público. De ahí que concluya afirmando que “un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”.

También las otras formas de gobierno tienen ventajas y desventajas y son más o menos adecuadas según las características de los territorios sobre los que deben gobernar y el número de sus habitantes. La aristocracia (natural, electiva o hereditaria), que podría ser el gobierno de los mejores (“es el orden mejor y más natural que los más sabios gobiernen a la multitud cuando se está seguro que la gobernarán en provecho de ella y no para el suyo particular”), suele convertirse en el gobierno de los ricos, de ahí que haya que enseñarle “a veces al pueblo que hay en el mérito de los hombres razones de preferencia más importantes que la riqueza”.

En comparación, “la aristocracia exige algunas virtudes menos que el gobierno popular, [pero] exige también otras que le son propias, como la moderación en los ricos y el contento en los pobres; porque parece que una igualdad rigurosa estaría en ella fuera de lugar”.

En cuanto a la monarquía (único caso en el que “un individuo representa a un ser colectivo”), aquí está el “poder [ejecutivo] reunido en las manos de una persona natural, de un hombre real, el único que tiene derecho a disponer de él según las leyes. Es lo que se llama un monarca, o un rey”.

De este nos dice que conviene a los grandes Estados, pero le señala muchísimos inconvenientes, empezando con que “si no hay gobierno que tenga más vigor, tampoco hay otro en el que la voluntad particular tenga mayor imperio y domine más fácilmente a las demás; todo marcha al mismo fin, cierto; pero este fin no es el de la felicidad pública, y la fuerza misma de la administración se vuelve sin cesar en perjuicio del Estado. Los reyes quieren ser absolutos…”.

Rousseau advierte que este cuerpo intermediario que es el gobierno tiende siempre (es una tendencia inevitable, que puede degenerar al democrático, es notoria cuando es aristocrático y fortísima cuando es monárquico) a sustituir la voluntad general (que sería la que debería cumplir) por la voluntad particular de la corporación (Locke temía algo parecido si los legisladores estaban siempre activos).

Cabe advertirles, aunque presumimos que ya lo saben, que para Rousseau todo estado civil bien constituido (“siendo la autoridad soberana por doquiera la misma”), esto es con un contrato como el que expone en su libro y en el cual los ciudadanos son libres porque solo están sujetos a leyes que ellos mismos establecieron (y que siempre podrá mantener o cambiar el pueblo pues es y será su exclusiva obra), es república, cualquiera sea la forma de gobierno que se dé.