Algo que puede resultarles desconcertante es lo que Rousseau escribe sobre la figura del legislador, quizá en algún modo equiparable a los personajes legendarios, si no míticos, y en cualquier caso mistificados que Maquiavelo mencionó en El príncipe como exitosos fundadores de instituciones y comunidades, y que por ello perduraron en la memoria de sucesivas generaciones; o como Utopo, el creador de las buenas instituciones de su isla inubicable según le contó Hitlodeo a Moro.
En efecto, el legislador de Rousseau, como él mismo lo dice, tiene una tarea imposible y debe hacerla de un modo invisible. No es, por supuesto, un representante, ni podría serlo porque en tal caso sería alguien que avasalla la libertad de los miembros de la comunidad política.
Su propósito es ayudar a que la voluntad general se exprese y a que los ciudadanos no se equivoquen, esto es debe educar a los ciudadanos sin imponerles criterios ni decisiones, influir tan sutilmente en ellos que esa intervención no se advierta (porque la voluntad general requiere que todos los ciudadanos expresen su opinión propia, no una ajena) y no lo transforme en amo.
Porque, si bien Rousseau nos dice que “al no estar formado el soberano más que por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés contrario a1 suyo; por consiguiente, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros, y luego veremos que no puede perjudicar a ninguno en particular. El soberano, por el solo hecho de serlo, es siempre todo lo que debe ser” (y por las mismas razones por las que sostuvo Hobbes que no puede tener ataduras ni imponerse una ley que no pueda infringir: “preguntar hasta dónde alcanzan los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es preguntar hasta qué punto pueden éstos comprometerse consigo mismo, cada uno con todos y todos con cada uno de ellos”), sabemos que, aunque siempre quiere bien, puede no saber hallarlo, puede incluso errar.
En el modelo de Rousseau “el pueblo sometido a las leyes debe ser su autor; sólo a quienes se asocian corresponde regular las condiciones de la sociedad” y ese “pueblo siempre quiere el bien, pero por sí mismo no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver los objetos tal cual son, a veces tal cual deben parecerle, mostrarle el buen camino que busca”.
O sea que el legislador de Rousseau no puede, en verdad, legislar (porque para que se preserve el contrato social que hace posible la libertad en sociedad política el único que debe legislar siempre es el pueblo) y enfrenta exigencias y tareas que, como habrán advertido, rayan en lo imposible para un ser humano: “Harían falta dioses para dar leyes a los hombres” (y de hecho será ese un recurso por el cual podría influirse eficazmente en las costumbres y leyes de una sociedad: atribuirle las buenas ideas a los dioses, actuar como sus intérpretes).
Su papel es el de instruir a un pueblo, sin imponer ni obligar, cambiando inclusive la naturaleza humana (y veremos que, precisamente, eso hará o hizo la buena formulación del contrato social).
En verdad, dice Rousseau, esta figura cumplirá su función por medio “de las costumbres, de los usos, y sobre todo de la opinión; parte desconocida de nuestros políticos, pero de la que depende el éxito de todas las demás: parte de la que el gran Legislador se ocupa en secreto, mientras que parece limitarse a los reglamentos particulares que no son más que la cimbra de la bóveda, de la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman en última instancia la inquebrantable clave”.
Lo de modificar la naturaleza humana (ya saben que para Rousseau esta tiene una historia, la originaria no es la misma que la de los siglos XVII o XVIII), que el contrato bien formulado haría, también puede resultarles sorprendente.
Deben tener presente la descripción negativa del contrato engañoso que nos presentó en su Discurso… (la naturaleza originaria del hombre es corrompida por el proceso civilizatorio).
Sin embargo el buen contrato que nos propone en su Contrato social produce un cambio tal que nuestro autor describe la nueva situación de los hombres que contratan en términos de extrema exaltación, pues ahora: “Este paso del estado de naturaleza al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable, substituyendo en su conducta el instinto por la justicia, y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes. Sólo entonces, cuando la voz del deber sucede al impulso físico y el derecho al apetito, el hombre que hasta entonces no había mirado más que a sí mismo, se ve forzado a obrar por otros principios, y a consultar su razón antes de escuchar sus inclinaciones. Aunque en ese estado se prive de muchas ventajas que tiene de la naturaleza, gana otras tan grandes, sus facultades se ejercitan al desarrollarse, sus ideas se amplían, sus sentimientos se ennoblecen, su alma toda entera se eleva a tal punto, que si los abusos de esta nueva condición no le degradaran con frecuencia por debajo de aquella de la que ha salido, debería bendecir continuamente el instante dichoso que le arrancó de ella para siempre y que hizo de un animal estúpido y limitado un ser inteligente y un hombre”.
Los hombres por este medio se humanizan, se construyen una nueva naturaleza con ventaja respecto de la originaria (marqué en negrita el pasaje), se toman sus propios cabellos y alzan para mejorarse y sustituir su naturaleza originaria, que ahora es descrita como la de un animal estúpido, y con su nuevo estado civil ganan la libertad moral (que sustituye con ventaja, ahora, a la piedad natural, pues pasan a obedecer normas que ellos mismos se han fijado). Si la piedad era instinto, impulso animal, la moral es autolegislación y, al unísono, ejercicio y expresión de la libertad. Los humanos, por medio de un buen contrato fundador de la sociedad política, se humanizan y liberan, ganan una nueva naturaleza (que es su obra) y la libertad (pues el instinto esclaviza y encadena).
En esta trasmutación, “Lo que pierde el hombre por el contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo cuanto le tienta y que puede alcanzar; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo cuanto posee. Para no engañarnos en estas compensaciones, hay que distinguir bien la libertad natural, que no tiene por límites más que las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que está limitada por la voluntad general, y la posesión, que no es más que el efecto de la fuerza o el derecho del primer ocupante, de la propiedad que no puede fundarse sino sobre un título positivo”.
Dicho sea de paso, quizá quepa reflexionar sobre los muchos paralelismos entre la visión de la soberanía de Rousseau y la de Hobbes, más allá de una asignación totalmente diferente de la misma. Si a Hobbes se lo leyó como el propulsor del poder absoluto del representante soberano, en Rousseau hay una exaltación de la soberanía del pueblo, de los ciudadanos como activos y continuos constructores de las instituciones en las que van a vivir (tanto morales como legales).