Después de obtener un premio y fama por la presentación, en 1750, de un ensayo (con el cual aspiraba a responder la pregunta de si el progreso de la ciencia y las artes ayudaron a purificar o corromper la moral) que cuestionaba, de un modo que sorprendió a todos sus lectores, las ventajas de la civilización y la ciencia, Rousseau lo complementó con este otro ensayo, de 1755, no menos a contra corriente y que jamás será premiado, sobre el origen de la desigualdad (del que ustedes leen solo una parte).
En los párrafos finales de la segunda y última parte de este segundo Discurso… Rousseau pinta un cuadro demoledor (y hasta estremecedor) de la civilización europea de la que fue contemporáneo y partícipe. En ella viven hombres ya incapaces de apreciar la libertad cuando la tienen enfrente, heterónomos en sus placeres y hasta en sus vicios (esto es, profundamente inauténticos), ya sin piedad (que mal sustituye los bellos discursos morales), corruptos, dedicadas a artes y ciencias “frívolas [con las que] saludan tropeles de prejuicios, igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud”.
En su escrito, Rousseau nos presenta su conjetura sobre “el origen y el progreso de la desigualdad, el establecimiento y el abuso de las sociedades políticas, hasta donde tales cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre con las solas luces de la razón, e independientemente de los dogmas sagrados que dan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino”, concluyendo “de esta exposición que la desigualdad que es casi nula en el estado de naturaleza, saca su fuerza y su acrecentamiento del desarrollo de nuestras facultades y de los progresos del espíritu humano y se hace finalmente estable y legítima mediante el establecimiento de la propiedad y de las leyes. Se desprende además que la desigualdad moral, solamente autorizada por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concurra, en igual proporción, con la desigualdad física; distinción que determina suficientemente lo que debe pensarse a este respecto de la clase de desigualdad que reina entre todos los pueblos civilizados, puesto que va manifiestamente contra la ley de naturaleza, de cualquier forma que se la defina, el que un niño mande a un anciano, el que un imbécil guíe a un hombre sabio [ambos casos nada infrecuentes en las transferencias hereditarias del poder monárquico] y el que un puñado de gentes rebose de superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario”.
¿Habrá Rousseau querido desconcertarlos o ponerlos (gracias también a su elocuencia y deslumbrante estilo, que no logra desaparecer del todo ni en las traducciones) en un estado de desesperación?
No nos sorprendería enterarnos que lo logró.
Quizá se reconocieron (o al menos a algunos de nuestros contemporáneos), entre otros pasajes, cuando comparándolos sostiene que “el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren tanto por el fondo del corazón y las inclinaciones que lo que hace la felicidad suprema del uno reduciría al otro a la desesperación. El primero no respira sino reposo y libertad, sólo quiere vivir y permanecer ocioso, y ni siquiera la ataraxia misma del estoico se acerca a su profunda indiferencia por cualquier otro objeto. Por el contrario, el ciudadano, siempre activo, se agita, se atormenta sin cesar en busca de ocupaciones aún más laboriosas: trabaja hasta la muerte, corre incluso a ella para ponerse en condiciones de vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad. Corteja a los grandes que odia y a los ricos que desprecia; no escatima nada para obtener el honor de servirles; se jacta orgullosamente de su bajeza y de la protección de ellos y, orgulloso de su esclavitud, habla con desdén de los que no tienen el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo para un Caribe los penosos y envidiados trabajos de un ministro europeo! ¡Cuántas muertes crueles no preferiría ese indolente salvaje al horror de una vida semejante que, a menudo, no está siquiera dulcificada por el placer de obrar bien!”