Primeras anotaciones sobre los textos de Rousseau

Primeras anotaciones sobre los textos de Rousseau

de Rodriguez Arturo -
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La lectura de las obras de este autor que forman parte de nuestro curso deberían hacerse en el orden en que se publicaron: primero el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755) y después el Contrato social (1762). Y esto es indispensable porque en el discurso se explica la situación que el contrato de Rousseau aspira a enmendar o reparar.

Para Rousseau, según escribe en ese Discurso, en el estado originario del hombre hay desigualdades físicas naturales (que, por razones que explica mediante una reconstrucción conjetural de la historia de la evolución humana, no tienen consecuencias acumulativas y distorsionadoras) pero no hay desigualdad moral o política (esto es: convencional).

Precisamente en la segunda parte del Discurso nos explica cómo estas últimas desigualdades aparecen y se acumulan en el proceso por el cual los hombres abandonan su naturaleza, esto es se desnaturalizan o civilizan (pasan de ser seres solitarios y autosuficientes, con amor de sí y piedad, a vivir en sociedad e interactuar, sustituyendo al amor de sí por amor propio y olvidando la piedad)

Les transcribo un párrafo del Discurso de Rousseau que aclara lo antedicho:

Concibo en la especie humana dos clases de desigualdades: la una que considero natural o física, porque es establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de edades, de salud, de fuerzas corporales y de las cualidades del espíritu o del alma, y la otra que puede llamarse desigualdad moral o política, porque depende de una especie de convención y porque está establecida o al menos autorizada por el consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios de que gozan unos en perjuicio de otros, como el de ser más ricos, más respetados, más poderosos o de hacerse obedecer”.

Esta distinción entre el hombre natural y su desfiguración por el proceso civilizatorio (que es apartamiento de aquella condición humana originaria a la que solo puede arribarse a través de una conjetura, que tal es lo que formula Rousseau) es central para su obra y se mantuvo consecuentemente convencido de ella.

 

Casi al comienzo de su novela pedagógica (esto es, acerca del “arte de formar hombres”) Emilio (que es contemporánea del Contrato social, pero mucho más extensa), Rousseau escribe:

Todo está bien cuando sale de las manos del Autor de las cosas, todo degenera en manos del hombre. Fuerza a un terreno para que lo provea de las producciones de otro, a un árbol a soportar los frutos de otro; mezcla y confunde los climas, los elementos, las estaciones; mutila a su perro, su caballo, su esclavo; lo cambia todo, desfigura todo, ama la deformidad y a los monstruos; no quiere nada como la naturaleza lo hizo, ni siquiera al hombre; necesita amaestrarlo, como a un caballo de picadero; necesita moldearlo a su gusto, como a un árbol en su jardín”.

Con un modo de proceder muy similar al que adoptara en el Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres para conjeturar que el hombre natural no pudo ser el mismo que el hombre civilizado de su siglo, Rousseau en Emilio observa que los adultos:

Siempre buscan al hombre en el niño, sin pensar en lo que es antes de ser hombre [...] Se quejan de la edad de la infancia; no ven que la raza humana habría perecido si el hombre no hubiere comenzado por ser niño”.

Para él la sociedad del siglo XVIII no representa ni es la forma más elevada a la que ha llegado el género humano (ni su estado natural originario, del cual lo apartarán su “perfectibilidad” innata y una serie de accidentes que pudieron no haber ocurrido) a través de la incesante marcha del ¿progreso? (y no podemos desandar esa marcha); ni el deseable orden social que se muestra como modelo a imitar por el resto del género humano. Para Rousseau la civilización se distancia de un estado “salvaje” con detrimento para los civilizados…

Habrán advertido que Rousseau, cuestionando a Hobbes y otros filósofos que especularon sobre el hombre en estado de naturaleza, sostiene que el hombre es un fenómeno histórico que se inició en el tiempo y evolucionó. De ahí que las descripciones de la naturaleza humana del siglo XVII le parezcan a Rousseau acertadas, quizá, para el hombre civilizado de aquel mismo siglo pero disparatadas e incorrectas para el hombre originario, tal como fue mucho tiempo antes del siglo XVIII europeo.

El hombre (y la mujer) natural rousseauneano ya camina erguido y usa sus manos, pero es más fuerte, ágil y se fatiga menos que aquellos que abandonaron aquel estado y se consideran civilizados. Se enferma menos que ellos y se cura sin necesidad de médicos ni medicinas, es nómade y no usa ropa ni requiere de propiedad alguna. No integra ninguna sociedad ni tiene lenguaje ni lo gobierna la razón, para ello le bastan dos inclinaciones innatas, según Rousseau: el amor de sí (que lo autopreserva y lo impulsa a perdurar) y la piedad. Con ellos basta para que no le haga daño a nadie (se conduele del dolor ajeno y del de todos los animales: no es un cazador uruguayo en semana de turismo, que compite por obtener el mayor número de presas con su escopeta; este es un hombre degenerado tras un largo proceso civilizatorio que lo desnaturalizó).

Careciendo de fuertes pasiones (“sus deseos nunca van más allá de sus necesidades físicas”), sin procurar lo superfluo y limitándose sus necesidades a la comida, el descanso y el apareamiento, no puede tener los conflictos que imaginó Hobbes ni los que temiera Locke. Como seguramente leyeron, Rousseau afirmará que las guerras solo se dan entre Estados y nunca entre individuos.

Aquellos seres humanos (a los que Rousseau conocerá por conjetura, como pelando una cebolla se llega, capa tras capa, a su meollo o corazón, pues ya no están en parte alguna) se distinguen del resto de los animales, junto a los cuales están dispersos en la naturaleza, porque pueden voluntariamente optar, tienen libertad de hacer o no hacer… Así como la facultad de autocorregirse, de transformarse a lo largo del tiempo, lo que Rousseau denomina “perfectibilidad” (y eso es lo que sacará a los humanos, muy lentamente al principio, esto es en escalas de tiempo mucho mayores que las que mencionan los textos bíblicos, de la invariancia uniforme de lo natural, a pesar de la falta de curiosidad y previsión que los caracteriza).

No quieren experimentar hambre ni dolor (ni les gusta hacer o ver sufrir a otros animales) y están enteramente ocupados en su existencia presente. Son autosuficientes y autónomos, carecen de vanidad, ideas generales y relaciones estables, por tanto no pueden tampoco tener disensiones (o solo tienen ocasionales conflictos puntuales, así como no son tampoco estables sus vínculos sexuales). Muchísimas generaciones de estos seres humanos se habrían sucedido sin avances, viviendo ambos sexos sin diferencias en sus formas de vida.

En la segunda parte de su Discurso Rousseau describe las adquisiciones que alejaron a los hombres de aquella primigenia y pacífica condición originaria, rompiendo progresivamente la uniformidad y haciendo más compleja la vida. No describiremos todos esos pasos, pero sabemos que en el camino la igualdad natural desaparece, el hombre abandona la soledad, coordina tareas, se hace sedentario (primero la mujer), constituirá vínculos estables y luego sociedades complejas, con división del trabajo.

Veremos que en el Contrato social (el remedio institucional que diseña para enmendar o corregir y contener los efectos profundamente dañinos de una desigualdad creciente) aspira a configurar un orden político que no esté sustentado en algún modo de servidumbre. La servidumbre voluntaria (como la esclavitud) es, a su juicio, incompatible con la libertad y por tanto con la misma condición humana.

No existe ni puede haber una sociedad política bien fundada sin libertad para todos sus miembros, que necesariamente han de ser a la vez ciudadanos y súbditos, soberanos y sometidos por las leyes que ellos mismos se fijen. La propuesta de Rousseau es encontrar una forma de asociación voluntaria entre hombres que restablezca, mediante un artificio, la igualdad desaparecida y que nos permita vivir juntos sin estar sometidos a la voluntad de otro u otros.

Esto requiere el ejercicio del autogobierno, pues cualquier otra alternativa (incluida la de la representación, esto es la elección de representantes) implica que nos mande otro y que perdamos el dominio sobre nosotros mismos: mata la libertad e impone servidumbre. ¿Acaso podemos preservar a la vez libertad y obediencia?

La propuesta de Rousseau exige que cada uno de nosotros sea legislador y que jamás delegue esa tarea, de modo que (ahora unidos en sociedad), se seguirá viviendo de acuerdo a la decisión propia, tal como ocurría en el mundo conjeturado del hombre originario (que no vivía en sociedad).

Pero es el cuerpo colectivo (organizado políticamente sobre la base de un territorio) que los hombres pasan a integrar por un contrato bien formulado (que repone artificialmente igualdad donde ya no la había y no pesa más sobre ninguno de los contratistas) el que debe ahora producir, con la atenta y activa intervención de todos (tengan presente que no existían los partidos políticos a mediados del siglo XVIII), una voluntad que no quiere el mal de ninguno (pero que no requiere ni se espera sea unánime) y los tiene a todos en cuenta: la voluntad general (que no es egoísta, como sí lo es la propia o particular, que solo busca el provecho de uno mismo; que no es tampoco la de un cuerpo colectivo, que puede tener intereses grupales [corporativos o gremiales] y no ocuparse de todos). Solo así se aunaría o compatibilizaría la libertad con la vida civil.

Sin embargo ya nos había contado en el Discurso una fundación del Estado, también contractual, a partir del engaño de pocos a muchos, de ricos (astutos) a pobres (crédulos), que hizo que se perdiera la libertad al incorporarse, donde alguno a algunos mandan y otros solo pueden obedecer: “Tal fue, o debió ser, el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación un derecho irrevocable, y sometieron desde entonces, para provecho de algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Es fácil ver cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y cómo, para hacer frente a fuerzas unidas, hubo que unirse a su vez. Al multiplicarse o extenderse rápidamente, pronto cubrieron las sociedades toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible encontrar un solo rincón en el universo en el que pudiera uno librarse del yugo y sustraer su cabeza a la espada”.

Es un prolongado y acumulativo camino de transformación que desiguala a los seres humanos, en el que tres “mojones” (señales) o instancias decisivas se advierten: “Si seguimos el progreso de la desigualdad en estas diferentes revoluciones, encontraremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer mojón, la institución de la magistratura el segundo, que el tercero y último fue el cambio del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y pobre fue autorizado por la  primera época, el de poderoso y débil por la segunda, y por la tercera el de amo y de esclavo, que es el último grado de la desigualdad, y el término al que conducen finalmente todos los demás hasta que nuevas revoluciones disuelven completamente el gobierno”.

O sea que el contrato que nos propone en su Contrato social es reparatorio, remedia varios males y no somete a nadie a la voluntad de uno o algunos. Pero no se puede acordar en todas partes ni en cualquier momento y es muy difícil de sostener en el tiempo, pues impone muy pesadas cargas a los ciudadanos.

Ahora bien, nos dice Rousseau, si no estamos dispuestos a asumir esas cargas destruiremos, precisamente, aquello que hace posible la libertad en sociedad. Tan pronto como flaqueamos la perdemos (como hacen los ingleses, cuyas instituciones despertaban admiración en el siglo XVIII, cuando, llamados a decidir, eligen representantes y se desentienden luego, esto es se nombran amos que les darán órdenes).

Por otra parte, este contrato que preserva la libertad no es compatible con ciertos grados de desigualdad, dado que estos también destruyen la libertad. De ahí que en una sociedad política bien establecida la legislación deba actuar para igualar o para contrarrestar la desigualdad.

El propio Rousseau escribe: “Si se busca en qué consiste el bien más preciado de todos, que ha de ser objeto de toda legislación, se encontrará que todo se reduce a dos cuestiones principales: la libertad y la igualdad, sin la cual la libertad no puede existir. Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre, a los derechos y a los deberes de la humanidad. La verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse. Esta igualdad, se dice, no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿quiere eso decir que hemos de renunciar forzosamente a regularlo? Como, precisamente, la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, hay que hacer que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla”.