Maquiavelo jamás se deleitó en un eventual espectáculo estético de la tiranía y la crueldad. Observó en cambio, con aparentemente fría objetividad, que las virtudes cristianas no tienen lugar (son contraproducentes) en la política por lo que: “un príncipe que quiera mantenerse tiene que aprender a poder no ser bueno; y usarlo o no usarlo según la necesidad”, aconsejándole “que no se cuide de incurrir en la fama de aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el estado; porque si se considera bien todo, se encontrará algo que parecerá virtud y siguiéndolo sería su ruina, y algo que parecerá vicio y siguiéndolo conduce a su seguridad y bienestar”.
Advirtió que los gobernantes necesitan hacer un uso constante de la disimulación y que el éxito de cualquier proyecto político depende de que el gobernante, llegado el caso, sea capaz de emplear conductas que el cristianismo condena como vicios.
En Locke la teología cristiana ocupa un lugar central y le permite sostener que, en ausencia de sociedades políticas (pero también cuando estas se instituyen) hay “leyes de naturaleza” (voluntad del Creador y/o reglas de su creación) que limitan y/o conducen las acciones de los individuos humanos racionales, que socializan y adquieren propiedad desde antes de consentir en crear (y separarse en) Estados, pues en el llamado estado de naturaleza (que en Hobbes era necesariamente estado de guerra, algo potencialmente destructivo para todos) cada ser humano adulto, en igual grado, tiene poder político (velando por el cumplimiento de las leyes naturales, juzgando y castigando proporcionalmente a los violadores). Es a ese poder político natural, igual, al que se renuncia al formar Estados, para unirse los contratantes (y esto solo es válido si dan su consentimiento, explícito o tácito) en cuerpos colectivos (sociedades políticas o Estados) de fuerza mucho mayor y, eligiendo por mayoría la forma de gobierno (“la primera y fundamental ley positiva de todos los Estados es el establecimiento del poder legislativo”), vivir a partir de entonces bajo leyes escritas, promulgadas y originadas en un legislativo que será el alma (o poder supremo) de este recién creado cuerpo colectivo. Pero ese soberano, que es representante de los ciudadanos o súbditos del Estado, no puede formular jamás leyes que vayan en contra de las leyes de naturaleza, debe procurar siempre el bien común y proteger la propiedad. Solo las resoluciones que provengan de esos representantes legisladores nos obligan y son las que deben ser ejecutadas por las partes ejecutiva y federativa del gobierno, que no tendrían que tener otra voluntad ni actuar sin la instrucción de las leyes (sin perjuicio de concederles la prerrogativa, esto es el derecho de actuar “para el bien de la sociedad, en los muchos casos que las leyes […] no hayan dado dirección”).
En cuanto a quienes den su consentimiento para integrar un Estado (con la finalidad de “disfrutar de sus propiedades en paz y seguridad”), y creen entonces un gobierno civil cuyo legislativo (que Locke entiende que debería sesionar periódicamente, pero no permanentemente y ser “puesto en manos de diversas personas, las cuales, en formal asamblea, tiene cada una, o en unión con las otras, el poder de hacer leyes”) subordina a las tareas ejecutivas y federativas, Locke sostendrá que ya no tendrán libertad natural (que es “estar libre de cualquier poder superior sobre la tierra, y […] no hallarse sometido a la voluntad o a la autoridad legislativa de hombre alguno, sino adoptar como norma, exclusivamente, la ley de naturaleza”) pero sí la libertad del hombre en sociedad (que “es la de no estar bajo más poder legislativo que el que haya sido establecido por consentimiento en el seno del Estado”, la de “poseer una norma pública para vivir de acuerdo con ella”).
Ante una imposición originada en la fuerza (la conquista y la usurpación lo son), que es ilegítima (no funda derecho) por no surgir del consentimiento ni de un poder legislativo autorizado, solo cabe la rebelión, “clamar al cielo” (ya no disponemos, en esa situación, de instituciones a las que apelar, nadie “hay que pueda asumir la función de juez”, solo podemos recurrir a nosotros mismos). Únicamente el consentimiento del pueblo puede erigir al gobierno y a ese pueblo revierte la facultad de instituirlo, pues “mientras la sociedad permanezca, siempre ha de permanecer dicho poder en manos de la comunidad”.
Mientras las instituciones consentidas, aquellas en las que depositamos confianza, funcionen bien y de acuerdo a lo que la mayoría dispuso (pues por mayoría se define en la ley fundamental la forma de gobierno) el pueblo no necesita intervenir, actúan sus representantes y magistrados (ya no desempeña ninguna función política el resto). Pero la retoma el pueblo si las instituciones cometen abusos, o si la representación concedida es por un período y se requiere reelección, pues en esos casos “el pueblo tiene derecho de actuar con autoridad suprema”.
Más allá de los desacuerdos, que persisten, sobre la correcta interpretación de esta obra y su inmediata repercusión, lo cierto es que encontró muy influyentes lectores desde el siglo XVIII y hasta la actualidad y que continúa siendo citada en las polémicas ideológicas contemporáneas (particularmente por lo que refiere a las limitaciones del gobierno, la insistencia en que solo lo legitima el consentimiento de los gobernados, que solo son válidas las leyes promulgadas por las autoridades elegidas por los miembros de una comunidad política y su defensa de la propiedad como un derecho natural que, en su evolución histórica y por la tácita aceptación de todos, al otorgarle a materiales no perecibles valor de cambio y almacenamiento, sería inobjetablemente compatible con una ilimitada desigualdad.