La propiedad en el Segundo Tratado

La propiedad en el Segundo Tratado

by Rodriguez Arturo -
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A partir de sus creencias religiosas y de la narración bíblica en el Génesis se le plantea a Locke la necesidad de explicar cómo, si Dios creó el mundo y se lo dio a los humanos colectivamente, pudo ocurrir, y ser legítima, la apropiación privada de la naturaleza y de sus frutos. Adicionalmente desea argumentar contra la tesis, que Filmer sostuvo, que todas las propiedades de un reino son de su rey y que los particulares acceden a ellas por un acto de gracia o, en otros términos, contra la tesis hobbeseana de que la propiedad no precede al Estado y solo la funda el soberano, que legisla, quien no podría ser excluido de reapropiarse de ella o reasignarla si eso fuera necesario para cumplir con los fines para los cuales el Estado se crea. Esto es, que la propiedad no puede jamás ser un derecho jurídico que se oponga y resista (y que pretenda asegurarse) contra la autoridad del soberano.

El eventual público lector de Locke no cuestionaba la propiedad privada (que será además un derecho que este autor procurará arraigar en la ley de naturaleza para que también la sociedad política esté obligada a respetarlo) pero durante la guerra civil inglesa sí hubo pensadores y activistas, dentro del ejército parlamentario, que la pusieron en duda y procuraron abolirla, con actos muy concretos. Ya comentamos que una de las discordias interpretativas sobre la teoría de Locke está en que muchos comentaristas entienden que, en su concepción del Estado y gobierno, solo aquellas personas que disponen de una cierta cantidad de propiedad podrían votar y ser ciudadanos activos, por lo que solo esos (los propietarios) ejercerían autoridad política (lo que, por otra parte, es bastante descriptivo de lo que era realmente la actividad y decisión política en Inglaterra entonces: dominio, sobre todo, de los propietarios de tierra e inmuebles).

[Si bien hay discrepancias entre los investigadores, se ha calculado que no más de la treintava parte de la población de la isla, contando a mujeres, niños y trabajadores pobres, a quienes nadie consideraba dignos de tener derechos políticos, fue el tamaño del electorado hacia fines del siglo XVII,  lo que daría unos 250.000 electores]

En Gran Bretaña fue posible ser parlamentario (y/o argumentar a favor de esa institución como representativa de los ciudadanos) sin ser demócrata ni promover la democracia.

Los whigs fueron partidarios del parlamento y sus poderes, contra el Monarca, así como integrantes de sus dos Cámaras, pero jamás fueron demócratas. Defendieron vigorosamente las libertades asociadas con el debate regular, el estado de derecho y el respeto a las mayorías, pero pensaban que el sufragio universal pondría todo eso en peligro. Es más, no se les ocurrió siquiera ampliarlo más allá del pequeñísimo electorado y se opusieron eficazmente a hacerlo durante más de dos siglos.

 

La argumentación lockeana prevé dos instancias o momentos diferentes de justificación de la propiedad, con consecuencias muy distintas.

La primera, que no podría requerir el consentimiento expreso de nadie (pues es la propia de los primeros tiempos del mundo y previa a la existencia de cualquier autoridad política), se respalda en el natural derecho de autoconservación de los seres humanos, que no pueden esperar para seguir viviendo (morirían de hambre) por el resultado de una consulta al resto de los humanos vivos acerca de si consienten en que nos apoderemos de los alimentos y lo necesario para pervivir:

La tierra y todo lo que hay en ella le fueron dados al hombre para soporte y comodidad de su existencia. Y aunque todos los frutos que la tierra produce naturalmente, así como las bestias que de ellos se alimentan, pertenecen a la humanidad comunitariamente, al ser productos espontáneos de la naturaleza; y aunque nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna de estas cosas tal y como son dadas en el estado natural, ocurre, sin embargo, que, como dichos bienes están ahí para uso de los hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos antes de que puedan ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún hombre en particular. El fruto o la carne de venado que alimentan al indio salvaje, el cual no ha oído hablar de cotos de caza y es todavía un usuario de la tierra en común con los demás, tienen que ser suyos; y tan suyos, es decir, tan parte de sí mismo, que ningún otro podrá tener derecho a ellos antes de que su propietario haya derivado de ellos algún beneficio que dé sustento a su vida” (Parágrafo 26).

Aquí hace acto de presencia el fundamento originario y básico de la propiedad, que es el trabajo (que implica la acción y esfuerzo de nuestro propio cuerpo, del que somos propietarios):

Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tengan ya derecho a ella los demás hombres […]al menos cuando queden todavía suficientes bienes comunes para los demás” (Parágrafo 27). Recuerden que Locke había enunciado que, sin arriesgar nuestras vidas, teníamos también la obligación, por ley natural y en la medida que fuera posible, de proteger las de nuestros congéneres.

Será entonces el trabajo propio lo que “estableció la distinción entre lo que devino propiedad suya y lo que permaneció siendo propiedad común. El trabajo de recoger esos frutos añadió a ellos algo más de lo que la naturaleza, madre común de todos, había realizado. Y de este modo, dichos frutos se convirtieron en derecho privado suyo

Dicho sea de paso, habrán advertido que Locke aparentemente traza una línea de distinción entre los seres humanos y las “cosas”, de modo que únicamente estas últimas pueden ser propiedad. Pero no es una distinción absoluta, sin embargo, porque Locke está dispuesto a justificar la esclavitud y los esclavos son una propiedad de sus esclavizadores (con peculiaridades que analiza en el capítulo sobre la conquista). Pero inclusive, casi inmediatamente después del parágrafo anterior, y dando cuenta de algo que ya ocurre algún tiempo después de los “primeros tiempos”, no será tampoco el mero trabajo propio el que nos haga legítimos propietarios sino que “la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado ha segado […] se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión o consentimiento de nadie”.

Varios ejemplos dará Locke de esta validación, que entiende consensual, de propiedades que se obtienen a partir de lo que “se considera propiedad común de todos”.

Pero durante un largo tiempo hay restricciones a esta apropiación privada de la naturaleza, que son congruentes con el mandato de la ley de naturaleza de no solo conservar nuestra vida sino la de los demás: “la misma ley de naturaleza que mediante este procedimiento nos da la propiedad, también pone límites a esa propiedad. […] Todo lo que uno pueda usar para ventaja de su vida antes de que se eche a perder será aquello de lo que le esté permitido apropiarse mediante su trabajo. Mas todo aquello que excede lo utilizable será de otros. Dios no creó ninguna cosa para que el hombre la dejara echarse a perder o para destruirla”.

No puede, en tales circunstancias (donde los propietarios son razonables), producirse un desequilibrio abismal en la acumulación de propiedades (a pesar de las diferentes capacidades de trabajo de las personas y otros atributos individuales desigualmente distribuidos), sobre todo si, como argumenta Locke, pensamos en una situación del mundo donde había pocos consumidores y abundancia de provisiones. La apropiación de porciones no dejaría al resto sin recursos y al borde de perder la vida, de no poder subsistir (lo que le ayudará a cuestionar la visión hobbesiana de una competencia conflictiva y sangrienta de los humanos en estado de naturaleza, pues los altercados serían en realidad pocos).

Por tanto no habría motivos para quejarse (como hacen “los revoltosos y pendencieros”) y dispondríamos de la naturaleza, donación de Dios, no para que permanezca baldía sino para usarla y cultivarla.

Tenemos entonces un estado de naturaleza con propiedad, que se explica por el trabajo (que agrega valor: “sin trabajo, la tierra apenas vale nada”) pero que respeta, en más de un sentido, la ley natural y no es de guerra. Y esto es así inclusive si consideramos el bien más valioso (no olviden que Locke escribe en un mundo y en una sociedad que dependía absolutamente de la producción agropecuaria, donde trabajaba la mayor parte de la población): la tierra. Nadie puede apropiarse de toda ella ni hacerla productiva él solo, lo que sigue vigente “a pesar de que la especie humana se ha extendido a todas las esquinas del mundo y es infinitamente más numerosa de lo que lo fue al principio”. Según la apreciación de Locke en el siglo XVII, “esa misma regla de la propiedad, a saber, que cada hombre sólo debe posesionarse de aquello que le es posible usar, puede seguir aplicándose en el mundo sin perjuicio para nadie; pues hay en el mundo tierra suficiente para abastecer al doble de sus habitantes”, salvo que (y esta es la segunda instancia o una transformación disruptiva de la regla razonable de apropiación) “la invención del dinero y el tácito consentimiento de asignarle a la tierra un valor no hubiese dado lugar al hecho de posesionarse de extensiones de tierra más grandes de lo necesario, y a tener derecho a ellas”.

Y esta invención del dinero, cuyo empleo, según Locke, evidencia un tácito consentimiento de todos nosotros (que no lo rechazamos y lo usamos), mediante la asignación de valor para el almacenamiento y pago de intercambios de materiales no perecibles, como el oro y la plata, tendrá consecuencias que no se pueden evitar, la más constatable es la de romper el relativo equilibrio de las propiedades individuales permitiendo, desde entonces y en adelante, una acumulativa y enorme desigualdad (que es empero útil, entiende Locke, pues favorece la productividad y a los más hacendosos): “tan pronto como un hombre descubre que hay algo que tiene el uso y el valor del dinero en sus relaciones con sus vecinos, veremos que ese hombre empieza a aumentar sus posesiones”.

Pero, a pesar de la rotura ya irreparable de los equilibrios originarios, “es claro que los hombres han acordado que la posesión de la tierra sea desproporcionada y desigual”.

 Habríamos pasado, legítima y consentidamente, por la mera asignación de un valor al oro y la plata, que no se marchitan ni pudren, de una situación de acumulación no muy desigual de propiedades a una situación donde ya no hay limitaciones para la acumulación de propiedad.