Adelantando algo sobre el libro de Hobbes

Adelantando algo sobre el libro de Hobbes

de Rodriguez Arturo -
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Si con Maquiavelo leyeron un texto donde la política aparecía como una experiencia humana y/o una competencia con exigencias morales propias, frecuentemente, si no siempre, diferenciables de las que se aplican en relaciones interpersonales o  aquellas que se apegan a supuestos mandamientos religiosos, con Hobbes (pero hubo autores que le precedieron o lo acompañaron en esto) aparece claramente formulada una teoría del Estado (una entidad, “hombre artificial”,  “máquina que se mueve a sí misma”, que crean los seres humanos), antes inclusive que se concretara su existencia en la realidad histórica. 

No siempre hubo Estados, no necesariamente siempre los habrá (el propio Hobbes lo llamó, además de Leviatán, “dios mortal” y dedicó el capítulo XXIX del libro al estudio de aquellas cosas que “debilitan o tienden a la disolución del Estado”).

Se trata, la suya, de una teoría concebida como fórmula de paz, cuya recepción no fue la que Hobbes imaginaba (proponía que se la enseñara en la universidades y fuera parte de la educación cívica de la población) pero que ha continuado encontrando lectores y multiplicando las interpretaciones. Desde finales del siglo XIX ocupa un lugar absolutamente central en el pensamiento político en lengua inglesa.

Desarrolló su propia filosofía política oponiéndola a la de los pensadores de la “Antigüedad”, que apelaban a las pasiones, en particular exaltaban la pasión por la libertad política, mientras que la suya apela a la razón: pues las pasiones conducen al conflicto, y es principalmente la razón la que lleva a la paz. 

La controversia que entabló Hobbes contra la filosofía política de los Antiguos no fue solo académica porque, a su juicio, la estabilidad de todo cuerpo político dependía del resultado de esta disputa. La filosofía política de la antigüedad, considera Hobbes, nos empuja seguramente a la guerra en vez de hacerlo hacia la anhelada e indispensable paz civil.

 

Hobbes estaba comprometido en su pensamiento con categorías jurídicas (al menos tres capítulos de la segunda parte de su libro se ocupan de leyes, delitos, castigos y recompensas), a pesar de que sus intenciones eran fundamentalmente políticas: para este autor el pensamiento político y jurídico están estrechamente entrelazados. 

El dicho Auctoritas non veritas facit legem (“La autoridad, no la verdad, hace las leyes”) expresa de manera muy concisa y clara la posición de Hobbes a ese respecto, que da fundamento, a juicio de mucho intérpretes, al positivismo jurídico (y que, como Maquiavelo, tampoco somete la política, ni las leyes, a la moral sino que, a partir y mediante el poder político, determina valores y legisla).

Para Hobbes, las leyes civiles existen solo por y como órdenes del soberano. La soberanía se basa en un contrato, por el cual los sujetos (súbditos) renuncian a sus derechos individuales de autoconservación y prosperidad, y los entregan a un individuo u organismo soberano.

La autoconservación, la seguridad, la paz y el bienestar, que son deseos o aspiraciones naturales de todo ser humano, constituyen el propósito (o finalidad) de toda soberanía y de sus leyes. 

El individuo que vive en una sociedad civil bajo un soberano no renuncia de ninguna manera a sus derechos naturales; solo autoriza a una persona pública a realizarlos, a hacerlos posible.

La obediencia a la ley conlleva una autolimitación y compromiso personal (esa es la esencia de la "ley", en oposición al "derecho" o la libertad, es el precio que todo individuo paga por ella). El artificio llamado Estado, el “hombre artificial” y “Dios mortal”, "al que le debemos nuestra paz y defensa bajo el Dios inmortal", surge de la comprensión de que la búsqueda individual de autoconservación conduce a una guerra de todos contra todos, algo exactamente opuesto a la autoconservación.

El soberano es absoluto porque decide (y nadie puede imponérsele, solo se obedece a si mismo), pero esa potestad que le concedimos al nombrarlo nuestro representante (la de decidir, la de darle voluntad y movimiento a la máquina artificial que es el Estado, la de actuar como potencia unificadora de este nuevo cuerpo), también le fija su función, finalidad y propósito: preservarnos con vida a cada uno de los súbditos, darnos seguridad y crear las condiciones para la prosperidad y el bienestar. Por eso se ha sostenido, particularmente en el último siglo que, entre otras cosas, Hobbes dio el pie para lo que se llamaría posteriormente un “estado constitucional”.

El soberano (un hombre o una asamblea de hombres) decidirá y los súbditos obedeceremos pues, para sobrevivir y prosperar, necesitamos una razón común, caracterizada por la no contradicción y de validez continua y uniforme, y esta solo puede originarse en una persona pública que esté al mando (que podría muy bien ser también una asamblea de hombres tanto poco numerosa como muy numerosa).

Esencia de la institución del Estado, el poder soberano, supremo y único, no puede dividirse sin poner en peligro la existencia del cuerpo político-legal que es el Estado.

Todo el orden legal proviene del Estado, a partir de decisiones del soberano (insisto, nuestro representante, por tanto electivo, y de cuyas resoluciones somos corresponsables) y queda de manifiesto en las leyes, que definen lo que será bueno y malo (independientemente de toda eventual voluntad sobrehumana y trascendente), justo e injusto, verdadero o falso, de ustedes o mío. En ausencia de esas disposiciones “positivas”, que son mandatos, estaríamos nuevamente en el peligrosísimo estado de guerra, con pasiones y deseos enfrentados, cada uno con derecho a todo y sin ataduras (que eso son las leyes: declaraciones de la voluntad de quien manda, formuladas por la voz o por escrito, estos es dadas a conocer a todos y provenientes de la autoridad soberana).

Este planteo de Hobbes, sin que se le pueda hacer responsable ni pudiere él saberlo, será un antecedente inocultable de los positivismos legales de los siglos XIX a XXI. Su idea del derecho (y del origen contractual del Estado) será retomada y transformada por Locke, Rousseau, Kant y otros y, suele sostenerse, puesta de manifiesto, por ejemplo, en el histórico suceso de la revolución francesa, a fines del siglo XVIII.

Los juristas (y también los súbditos deberían hacerlo) renunciarán entonces a buscar el derecho en la “naturaleza” o en la costumbre (que es mera permanencia en el tiempo de un uso) o en la razón privada individual o en aquello que dicen los que se proponen a sí mismos como intérpretes o intermediarios de la voluntad de un dios, pues se construirá coyunturalmente mediante un mecanismo enteramente humano, artificial, a cargo de un legislador (y juez, se ha propuesto el neologismo jurilegislador) soberano que, nombrado con el consentimiento de todos los súbditos, todos ellos pueden reconocer y se comprometen a obedecer.

Esas leyes nos obligan y atan, nos quitan libertad para darnos seguridad y pacificar las relaciones con los demás. Mantenemos pleno derecho, en cambio, ante el silencio de la ley, donde cada uno se gobierna a sí mismo.

Recuerden, por otra parte, que las leyes de naturaleza o naturales son en realidad, a juicio de este autor, “cualidades que disponen a los hombres a la paz y a la obediencia”, principios prudenciales de razón… Más de una vez sintetiza esa ley, que el uso de nuestra razón advertiría, como: “no debería hacer a otro lo que no quisiera que se le hiciese a él”.

 

Hemos autorizado, contractual y electivamente (por prudenciales razones y a partir de pasiones que nos mueven a preservar nuestra vida y disfrutarla), la autoridad del soberano (por tanto esta descansa, en su origen, en la voluntad de los gobernados) que podrá pacificarnos con sus mandatos respaldados por su capacidad de imponerlos.

Esa voluntad común, que nos obliga a todos pues entre todos la construimos, está puesta al servicio de la paz y de la autoconservación individual de los súbditos, indispensables ambas para el bienestar y para que puedan dedicarse a sus negocios privados y otras actividades, siempre en paz y tranquilamente.

 Constantemente estarán bajo la protección legislativa del Leviatán, cuyo derecho civil estará al servicio de la seguridad ciudadana y que les dejará en libertad en aquellas cosas (variables en el tiempo y en el espacio) “que, cuando el soberano sentó las reglas por las que habrían de dirigirse las acciones, dejó sin reglamentar”. Fuimos libres por naturaleza, pero renunciamos, al establecer un Estado, a ella, nos negamos a nosotros mismos aquella libertad natural “al hacer nuestras, sin excepción, todas las acciones del hombre o de la asamblea a los que hacemos nuestros soberanos”.

Ese poder soberano adquiere, pues lo hemos consentido y hemos renunciado, en tanto súbditos individuales, a imponer nuestra opinión, la facultad de intervenir en el lenguaje público, de producir verdades o regularlas (con el propósito de que siempre haya paz), de vigilar doctrinas y disponer definiciones, de discernir lo que es bueno de lo que es malo, lo prohibido y lo permitido, lo verdadero y lo falso. Autorizado por nosotros, los súbditos, no solo ejerce una fuerza muchísimo mayor (sumando y dando dirección a la de todos y cada uno), sino también la palabra pública. Su autoridad le da el monopolio del sentido común, compartido al menos en lo que se hace y exhibe por parte de todos los gobernados en fuero externo, así como de la fuerza suprema (porque hemos renunciado al ejercicio individual de la fuerza de cada uno). 

Nuestra obediencia es la que hace imponente (y eficaz) a esa autoridad.