Es cierto que, en principio, El príncipe es un texto que se propone instruir al posible, futuro gobernante. Su lector presunto y deseado no es el pueblo sino el gobernante.
Sin perjuicio de ello, se lo ha leído e interpretado, con el paso del
tiempo (como probablemente sepan, Luce Fabbri, que es la cotraductora y comentarista de la edición que tienen todos disponible aquí en EVA, sostiene esta posición, que tiene
antecedentes, quizá los más notables hayan sido Spinoza y Rousseau) como un
tratado que produce en el lector un efecto de repudio y rechazo a las prácticas
que se emplean en el gobierno, por tanto, como una advertencia a la gente común
sobre el “verdadero carácter” del
ejercicio del poder político.
Queda sin dilucidar si esa fue o no la posible, o una de las posibles, intenciones de su autor al redactarlo o es un efecto posterior, impensado por el autor, del texto en lectores de una época distante y distinta a aquella en la cual se redactó.
Lo cierto es que a Maquiavelo le interesaba sobre manera el poder, los efectos transformadores de la historia que derivan de su ejercicio, y que era plenamente consciente de las consecuencias negativas de un mal gobierno o de la ausencia de individuos con virtù para ejercer el poder.