Algunos de ustedes, leyendo el librito de Moro, se preguntarán, desconcertados o hasta con desprecio, qué interés pueda tener esa ficción para quienes viven en el siglo XXI. Y aunque pueda haber en el grupo amantes de la ciencia ficción, o lectores de novelas, probablemente estén más habituados a las distopías (representaciones ficticias de sociedades futuras con características negativas, pesadillescas, que son muy abundantes en el cine y en las seriales de la televisión desde hace ya décadas) que a las utopías (a pesar de que el nombre genérico de esas antiutopías derivó del que Moro puso a su isla y obra).
En esta grabación, también proveniente de la UNED, se discute sobre un tema contemporáneo, de hoy y de mañana, que ya los afecta y afectará a ustedes en tanto estudiantes, y que puede muy bien emparentarse directamente con temas y situaciones que motivaron al abogado inglés a redactar su muy curiosa obra (y ambiciosa, dado que se ocupa de presentarnos, de imaginar para sus lectores “la mejor forma de comunidad política”) en el siglo XVI.
Quienes se detuvieron a leer, aunque solo fuere muy superficial y rápidamente, las páginas de la primera parte del libro, donde se habla del encuentro con Rafael Hitlodeo (que fue marinero en los viajes de descubrimiento de Vespucio) y las conversaciones que tuvieron, junto con Pedro Gilles (un muy real amigo de Moro), recordarán que conversan acerca de la vida contemporánea en Inglaterra y Europa, de leyes sin justicia, de los privilegiados que viven del trabajo ajeno (“nobles cuyo número exorbitado vive como zánganos”), de los perezosos, de los desocupados, de los mendigos, de los terribles e inútiles castigos a muerte, de la plaga que son los ejércitos y, en un muy famoso pasaje, al discutir sobre las causas de los robos, de la apropiación y cercamiento de terrenos:
“Las ovejas -contesté- vuestras ovejas. Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y asilvestradas que devoran hasta a los mismos hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, los ricos y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cría la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que tenían para vivir con lujo y ociosidad, a cuenta del bien común -cuando no en su perjuicio- ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que dedican a establo de las ovejas. No satisfechos con los espacios reservados a caza y viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas. […] Para ello, unas veces se ha adelantado a cercarlas con engaño, otras les ha cargado de injurias, y otras los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así tienen que marcharse como pueden hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, pues la tierra necesita muchos brazos.
Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encontrar dónde asentarse. […]”
Dos profesores y abogados, en esta grabación, que versará sobre la muy actual propiedad intelectual, precisamente aluden a ese pasaje: “Hace 500 años Thomas More escribió en su Utopía acerca de un lejano país en el que las ovejas se comían a los hombres. Esto sucedía porque en dicho país los campos, los bosques y los ríos -que durante siglos habían sido cuidados y habitados por comunidades de hombres y mujeres- les habían sido arrebatados y donde antes prosperaban comunidades humanas ahora tan solo vivían ovejas, inmensos ganados de ovejas criados para explotar su lana en la nueva economía industrial que empezaba a imponerse. Este proceso de cercamiento y expropiación de los comunes, de eso hablaba Moro, está lejos de haberse detenido. Aun a día de hoy quedan procomunes: el adn, el aire que respiramos, el agua que bebemos... de nosotros depende aprender de la historia y saber conservar lo que es de todos y no es de nadie. La educación, el pensamiento, la ciencia pueden y deben ser explorados como un procomún, como un bosque que entre todos cuidamos, en el que trabajamos, del que sacamos leña para los inviernos y al que vamos de paseo con nuestros hijos”.