La forma, la atención al pasado, los eventuales modelos...

La forma, la atención al pasado, los eventuales modelos...

de Rodriguez Arturo -
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Creo que todos deberíamos empezar por prestar atención a la “forma” de El príncipe, a su “estilo”, a su carácter por un lado “dramático”, por otra parte “aleccionante”, “descriptivo” pero a la vez “apasionado” (propone grandes fines a la acción de un individuo osado y capaz que, si no se cumplen, será seguida por un destino colectivo trágico o mediocre), a su condición de escrito de un analista (aunque no sistemático, como procuran serlo los teólogos/filósofos escolásticos medievales o los académicos de hoy) pero también a su inocultable voluntad de impulsar a la “acción”, práctica.

 En un todo de acuerdo con lo que era un ideal compartido en ciertos círculos cultos de las ciudades italianas de su época, el objetivo que propone Maquiavelo al dirigente político es también uno describible según el propósito de “resucitar las cosas muertas, como se ha visto en el caso de la poesía, la pintura y la escultura”, puesto que se trata, en El Príncipe, de restaurar o reorganizar la política de la península italiana invocando la potencia pasada de Roma (convirtiendo al pasado en proyecto de futuro, como señaló un comentarista).

 Esta atención al pasado y la convicción en la utilidad de ese pasado para construir en el presente futuros (que ha sido propia, más allá del ámbito político, de los humanistas y sus herederos, de aquellos que practican las Humanidades), tendrá sucesores notables hasta tiempos muy recientes (así, por ejemplo, el recurso a los nombres clásicos de los redactores de los Federalist Papers y toda la parafernalia romana del republicanismo moderno).

 Nuestro autor se propone (y a juicio de muchos comentaristas los logra) un análisis sin ilusiones de la realidad social y, en particular, de la lucha por el poder y sus exigencias.

 No es descabellado sostener que, con su obra, aspira al menos a un propósito (si efectivamente la leen gobernantes y/o gobernados): reemplazar la credulidad por la astucia. Y no sería descabellado, por tanto, contarlo entre los predecesores de esa “filosofía de la sospecha” que, en los siglos XIX y XX, encontrará otros influyentes cultores.

 Esa comprensión realista de las exigencias de la política puede considerarse como una contribución suya a la busca de hacer realidad, en el ámbito de la vida pública, que no hace solo a la suerte de un individuo sino que condiciona o influye la vida de muchos, aquella esperanza de Séneca de que “en la república del linaje humano hay alguno invencible y en quien no tiene imperio la fortuna” (Zambrano 1944: 109).

 Pero muy bien cabría considerar que esa preocupación por el mantenimiento del “estado” o situación por parte de quien gobierna también tiene presente lo que pueda acontecer con la comunidad política si es conquistada por un invasor. Esto es, que no sea mera atención a las conveniencias de la persona que gobierna sino a lo que pueda pasar con los gobernados y con la continuidad de su comunidad política.

  

Recuerden que, cuando redactó El príncipe, Maquiavelo estaba ya apartado de sus funciones como Secretario del gobierno republicano de Florencia, que había estado preso, que fue torturado y que se lo obligó a irse a vivir al campo, fuera de la ciudad (en una finca de su familia: L'Albergaccio en  Sant'Andrea in Percussina, que todavía hoy se puede visitar). Allí, a unos 14 quilómetros de la ciudad, pasó su exilio y escribió, entre otras obras El príncipe (o De los principados como se tituló en latín)

 En el planteamiento de Maquiavelo, seguramente ya lo advirtieron, la política tiene un papel principal, casi exclusivo (“non sapendo ragionare né dell’arte della seta, né dell’arte della lana, né de’ guadagni né delle perdite, e’ mi conviene ragionare dello stato” [Machiavelli 1981: 239-240]), siendo muy menor la atención que le presta a factores como, por ejemplo, la economía que, muy posteriormente, será objeto de una valoración que pudo contrabalancear o disminuir a la política. 

 Esta atención en la política (cuya vieja dignidad pretendiera restablecer, según entendía Arendt [1996: 47]), como un interés prioritario de los seres humanos y condición insoslayable para el disfrute de la vida individual y colectiva en la tierra, es un rescate de un legado de la Antigüedad, que había sufrido debilitamiento por el predominio posterior de la concepción cristiana. De hecho, Maquiavelo se saltea toda referencia medieval en esta obra, justamente la de una época a la que se asocia con el dominio de la iglesia y sus valores.

 Merece que prestemos atención a los ejemplos con los que Maquiavelo pone modelos de conducta a los príncipes modernos, incluso si, como algunos intérpretes han sostenido, la función que ellos cumplen está limitada a situaciones de excepción (aunque la conciencia de la insuperable contingencia de la política hace muy difícil distinguir situaciones de excepción en algo que es, de hecho, siempre excepcional, o siempre está acechado por lo excepcional). 

 ¿Cuáles son los modelos positivos? 

 Algo ya se adelantó al señalarles que muchos de ellos son personajes mitológicos, figuras bíblicas (lo que ha dado pie para cuestionar el “realismo” de Maquiavelo): Moisés, Teseo, Rómulo. Profetas o fundadores míticos de comunidades que pudieron, a partir de situaciones de enorme violencia (parricidios, filicidios, fratricidios, matanzas, etc.), construir comunidades políticas duraderas y legarles leyes e instituciones (esta idea de legisladores fundacionales tendrá continuidad en la teoría política moderna); es difícil, en cambio, encontrar ejemplos de gobernantes exitosos y libres de errores entre los contemporáneos, sin perjuicio que Maquiavelo exponga detenidamente los aciertos y errores de muchos de ellos. 

 Borgia, por ejemplo, es un político que reúne muchas habilidades y ha mostrado virtù, además de contar con buena fortuna al tratarse del hijo de un Papa, pero actúa con imprevisión cuando desaparece la ayuda que recibía de su padre y, además, en ese momento la suerte le juega una mala pasada, para la que no tenía previsión. No es un paradigma de éxito ni debe imitárselo en todo pues se equivocó. 

 Otro tanto vale para Fernando el Católico, que tiene enormes éxitos en la expansión de su reino y la anexión de otros, pero que a juicio de Maquiavelo ha usado a veces mal la fuerza. 

 En efecto, la gloria no se alcanza de cualquier manera y Maquiavelo describe gobernantes sin escrúpulos, hábiles para acceder al cargo o conservarlo pero que no por ello ganan gloria, muy por el contrario.  

 La fama y renombre van asociadas al éxito, pero requieren del gobernante algo más que inescrupulosidad o disposición para apartarse de las virtudes cristianas. Los ejemplos de fundadores de comunidades indican que, más allá de que hayan sabido aprovechar ocasiones que otros no vieron o supieron utilizar, legaron (a partir de una acción originaria siempre criminal que se mantiene, por lo general, en secreto o a oscuras) instituciones duraderas y costumbres o leyes que permitieron la vida colectiva de varias generaciones.

 Parece que Maquiavelo, sin perjuicio de hacer distinciones entre los príncipes de su tiempo, no ve en ninguno un ejercicio libre de manchas, sus modelos están en la Antigüedad y los modernos sirven, sobre todo, para evidenciar limitaciones. De aquellos que podrían ser ejemplares se ocupa muy poco, a veces solo de sus nombres, quizá porque también en estos presuma una ausencia de capacidad de construir instituciones y legarlas al futuro.

 Pero en cualquier caso apoya, con sus demostraciones y referencias, con su insistencia en la imitación de buenos modelos, en sus principales tratados políticos, su convicción de que los hombres del presente bien podrían realizar hazañas comparables a aquellas de que fueron capaces los hombres en la Antigüedad, en un curioso ejercicio de desacartonamiento de la narración histórica y de la enseñanza de la historia, que humaniza a personajes ya muertos e implica una apertura (¿acaso una esperanza desesperada?) ante la actualidad y sus eventuales logros. La historia ya no se nos presenta como un museo de figuras embalsamadas e imponentes, una galería de estatuas, sino como repositorio de aventuras humanas, lecciones aprovechables, pues sus actores y autores (arrastrados por un torrente de ocasiones, sujetos también a la necesidad y la fortuna, provistos de habilidades) fueron hombres “raros y maravillosos, [sí pero] sin embargo fueron hombres” (El príncipe: 217) (“nondimanco furono uomini”). 

 Por supuesto, el propósito de Maquiavelo (lo desarrolla en otra obra, más extensa y compleja, titulada Discursos sobre los primeros diez libros de Tito Livio), era revivir la república, con sus ventajas y vida cívica, o exhortar a un nuevo príncipe virtuoso a liberar la península de amenazantes “bárbaros”, esto es estaba históricamente situado (y no pretendía sustraerse del siglo para alcanzar la intemporalidad ni que se aplicaran sus consejos quinientos años más tarde). Pues le impulsaba el patriotismo, entendido como amor a sus conciudadanos florentinos (por otra parte no compatible con el universalismo que, con antiguos antecedentes, hoy encuentra muchos defensores).

 El historiador de las ideas Isaiah Berlin, hace ya más de sesenta años, atribuyó a Maquiavelo ser el precursor en cuestionar una tendencia medular de la filosofía occidental, legado de Grecia, que postula la última unidad entre razón, bien y belleza, una comunidad de valores únicos hacia la que, entre errores y resistencias, la humanidad tendería. 

 Maquiavelo postula, en cambio, la incompatibilidad insoluble de ordenamientos de valores que pueden ser defendidos y buscados con buenos argumentos, aspiraciones todas ellas deseables pero que no pueden realizarse conjuntamente, pues la obtención de una de ellas implica la renuncia a la otra. 

 Justamente, al recordarnos que la política, la vida en comunidad, tiene y requiere valores propios, específicos, puso en evidencia que estos no se pueden alcanzar, ese es su juicio, simultáneamente con todos o muchos de los valores que orientan la conducta individual en las relaciones interpersonales. 

 No es que unos valores sean mejores que otros sino que ambos son defendibles, pero llevan a conductas opuestas. Y la aplicación irrestricta de los valores domésticos en el plano público puede tener consecuencias devastadoras. Muy particularmente porque ese ámbito de vida común es indispensable para el feliz cumplimiento de nuestros objetivos privados y en él se realizan, o no, ciertas condiciones que harán posible el goce de autonomía, la obtención de independencia, la experiencia de la libertad. Al menos esto es así para el mayor número, pues no a todos los humanos les ocurre poder vivir una vida apartada de una comunidad civil, como monjes o anacoretas.

 De ahí que, por detrás del cinismo que se atribuyó al autor, de su inmoralidad o amoralidad, muy bien pueda encontrase la conciencia (un descubrimiento o redescubrimiento que lo haría un fundacional autor moderno o, en todo caso, alguien que plantea problemas que aún no hemos podido dejar atrás) de esa circunstancia dramática de la experiencia humana y de su opción por los valores cívicos frente a los de la moralidad privada. En su texto expresa la muy arraigada convicción en que la acción política tiene una grandeza específica, relacionada con su papel o función sociales y con las características que desarrolla en quienes la practican (corriendo extremos riesgos y siempre en medio de la incertidumbre).