Con el propósito de ayudar a los que eventualmente entran todavía en el curso, agregaremos a continuación algunos párrafos referidos al Manifiesto. Quizá contribuyan a que puedan responder el último control de lecturas mejor o, por lo menos, a que se animen a leerlo (no el autocontrol sino el Manifiesto).
En tanto manifiesto político, el propósito explícito del texto que (confiemos) leyeron, como allí mismo se escribe, fue “exponer ante el mundo” (esto es, hacerlas públicas, publicitarlas) las “perspectivas”, “metas” y “principios” de los comunistas.
Un manifiesto, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un “Escrito en que se hace pública declaración de doctrinas, propósitos o programas”.
Las metas de esas agrupaciones de exilados alemanoparlantes eran hasta entonces difusas y diversas, poco conocidas y más atribuidas por los contrarios que argumentadas por los partidarios, perseguidos, clandestinos. Pero que mediante el Manifiesto, desafiantemente, se hacen ahora públicas (sabemos empero que la verdadera difusión amplia de los contenidos tendrá que esperar hasta la década de 1870 o después) pues ha llegado el momento de oponer “a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto del partido” (en otras traducciones, “al cuento maravilloso sobre el fantasma del comunismo un manifiesto del propio partido”).
Y el texto que redactan para esta presentación pública de lo hasta entonces informulado, clandestino o minoritario combina, entre otros recursos, la ironía, cuando no el desdén, con la información. Dirigiéndose al menos a dos posibles grupos de lectores, los partidarios o próximos, dispersos y prófugos, a los que se quiere convocar, convencer y entusiasmar, y eventualmente también a los opositores burgueses (o sus espías y policías) a los que se desafía y desprecia, pero también se les informa y hasta predice una futura desaparición (cuando se desintegre por fin el régimen histórico de las clases y sus luchas, que hará prescindibles los aparatos de opresión político-policial).
Algunos de ustedes habrán probablemente advertido que el conflicto hobbesiano del estado de naturaleza, aquella guerra de todos contra todos, en este texto se traslada a la propia organización política de la sociedad que no extingue esa lucha ininterrumpida o constante dado que, y así comienza la primera parte del escrito, “la historia de todas las sociedades que han existido hasta hoy es la historia de la lucha de clases”. No se trata de un conflicto interindividual sino entre agrupamientos o colectivos sociales, pero sí de una guerra que, “ora encubierta, ora abierta”, permanece (y no se superó al fundar Estados que son, a juicio de los autores, mecanismos de dominación, opresión y violencia, herramientas en la guerra de clases).
Seguramente habrán encontrado otros pasajes en los que percibieron ecos de lecturas que ya hicieron en unidades anteriores del curso. Sobre alguna de ellas volveremos.
En general, los elementos de teoría y/o de exposición de principios están rodeados en el Manifiesto por aseveraciones respecto a la superioridad de las ideas comunistas, a su inevitable o necesaria realización futura, a la solidez del conocimiento sobre el que se apoya la argumentación, así como en la confianza sobre la concreción futura de una sociedad que supere definitivamente la mayor polarización histórica de la lucha de clases que, según sostienen, es propia del modo de producción burgués (“el carácter distintivo de nuestra época, de la época de la burguesía, es haber simplificado los antagonismos de clases. La sociedad se divide cada vez más en dos grandes campos opuestos, en dos clases enemigas: la burguesía y el proletariado”).
Ello sin perjuicio que en uno de los primeros párrafos aparezca, solo al pasar, una alternativa ominosa, sobre la que no se volverá: entre “una transformación revolucionaria de la sociedad, [o] bien […] la destrucción de las dos clases antagónicas”.
En opinión de los autores los capitalistas se beneficiaban de los intercambios con los trabajadores al apoderarse de todo el valor del proceso de producción, aparte de lo que esos trabajadores recibían en salarios para mantenerse vivos y, tal vez, disfrutar de un mínimo placer básico. En el proceso, tanto los trabajadores como los capitalistas sufrían lo que Marx había nombrado en sus escritos juveniles como alienación. En vez de experimentar goce creativo en el trabajo, lo padecen y el producto de su actividad, su obra, les resulta extraño, ajeno, hostil o inalcanzable. Lo propiamente humano y humanizador, la transformación creativa, placentera, por acción humana, del entorno y medio en que se vive está obliterada: “en la sociedad burguesa, el trabajo vivo es solo un medio para multiplicar el trabajo acumulado”, “el pasado domina al presente” (en cambio, en la comunista “el trabajo acumulado es solo un medio para ampliar, enriquecer, propiciar el proceso de vida de los trabajadores”, “el presente domina al pasado”, “no [se] le arrebata a nadie el poder de apropiarse de los productos sociales”).
Como en más de un pasaje del texto se sostiene, la producción y reproducción de la vida humana es una tarea colectiva (“producción social de su existencia”; “el capital es un producto colectivo, y solo puede ser puesto en movimiento a través de una actividad común de muchos integrantes […] a través de la actividad mancomunada de todos los integrantes de la sociedad”) que resulta en este modo de producción burgués (que se predice será el último antagónico, basado “en la explotación de unos a manos de otros”) en la apropiación privada (por parte de la minoría propietaria de medios de producción) de las ganancias. En vez de apropiarse la colectividad o sociedad de tal acrecentamiento, que es fruto de un aporte colectivo (de generaciones muertas y vivas), se lo apropian pocos particulares, los miembros de la clase que denominan burguesía y que de esa forma obtienen poder sobre el trabajo ajeno (“un poder que puede ser monopolizado”), de todos. De ahí que la propuesta del Manifiesto sea, precisamente, que el capital pase a ser propiedad colectiva, “perteneciente a todos los integrantes de la sociedad” y no de unos pocos individuos de una sola clase; no proponen abolir la propiedad en general (“no queremos de ningún modo abolir [la] apropiación personal de los productos del trabajo para la reproducción de la vida inmediata”) sino exclusivamente “la propiedad privada burguesa moderna”, que es la que permite a algunos apropiarse del trabajo ajeno (con ese resultado tan desconcertante o paradójico de que en la sociedad burguesa, escriben, “aquellos que trabajan no obtienen ganancias, y aquellos que las obtienen, no trabajan”). En definitiva, se trata de abolir “una propiedad que presupone, como condición necesaria, la carencia de propiedad de la enorme mayoría de la sociedad”.
El asalariado moderno no tiene esa propiedad y el propio desarrollo de la industria moderna es el que despojó (y continuará excluyendo) a pequeños burgueses y campesinos (titulares de formas de propiedad previas, no burguesas), empujándolos a vender su fuerza de trabajo, a proletarizarse.
En el Manifiesto sus autores observan que los viejos medios por los cuales las personas habían sido explotadas por quienes disfrutaban de posiciones dominantes en la sociedad feudal habían desaparecido. El hecho de que la gente pobre tuviera algo de valor, en tanto seres humanos con papeles que cumplir en la sociedad, era algo reconocido en la edad feudal, a pesar de que las clases entonces dominantes (los señores) no los consideraran jamás en un plano de igualdad. Pero ahora, dentro del modo de producción burgués, aquellas nociones limitadas de valor personal estaban despareciendo también, junto con los anteriores medios de explotación. En su lugar, la burguesía había establecido una sola libertad, la del llamado “libre comercio”, que se convertía en una doctrina para que la burguesía pueda evitar medidas tales como aranceles y tasas proteccionistas (la revocación de los aranceles sobre las importaciones de granos, vigentes desde el siglo XVII, se aprobó en Inglaterra en 1846, tras años de campaña en contra de algo que, sostenían sus críticos, encarecía los alimentos y por consiguiente los costos de los industriales).
Esto era consecuencia de una particularidad del modo de producción burgués moderno, que lo diferenciaba de todos los procedentes y que generará, auguran, las condiciones de posibilidad para superarlo: “La burguesía no existe sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de trabajo, es decir, todas las relaciones sociales. La persistencia del antiguo modo de producción era, por el contrario, la primera condición de existencia de todas las clases industriales precedentes”.
En efecto, la energía transformadora de la burguesía es destacada en el panfleto, que la reconoce capaz de “ejecutar prodigios” muy superiores a los del pasado, pues solo puede existir revolucionando “permanentemente los instrumentos de producción” y “todas las relaciones sociales” (ninguno de los modos previos de producción tuvo esa necesidad ni capacidad). La enumeración, a lo largo de varios párrafos y páginas, de los efectos transformadores y disruptivos del modo burgués de producción les permite mostrarlo en su ambigüedad (¿acaso un eco de Rousseau, que también describió ambiguamente los efectos del proceso civilizatorio?), tanto por las potencias que desencadenan y que ya no podrán manejar, como por todo lo que mancillan y destruyen. Preguntas retóricas y abundante uso de exclamaciones, ironías y sarcasmos les sirven a los autores para describir las paradojas de los efectos del despliegue del modo de producción en el matrimonio burgués (“la comunidad de las esposas”), la familia (“existe solo para la burguesía”), las mujeres (“meros instrumentos de producción”) y los niños (“transformados en simples artículos comerciales e instrumentos de trabajo”), la educación (“para la enorme mayoría, formación en cuanto máquinas”), la propiedad (en la sociedad vigente “la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus integrantes; existe precisamente en la medida que no existe para los nueve décimos”), la nacionalidad (“los trabajadores no tienen patria”).
En resumen, “las condiciones de vida de la [burguesa] sociedad se hallan ya aniquiladas en las condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de propiedad, su relación con su mujer y sus hijos ya no tiene nada en común con la relación familiar burguesa, el trabajo industrial moderno, el moderno sometimiento bajo el capital, que es el mismo en Inglaterra y en Francia, en América y en Alemania, le ha sustraído al capital todo carácter nacional. Las leyes, la moral, la religión son para él prejuicios burgueses, detrás de los cuales se ocultan otros tantos intereses burgueses”.
Pero el relato del desarrollo de la burguesía no es meramente descriptivo (y se ha sostenido que como descripción solo podría aplicarse, en realidad y en aquellos años, a una todavía pequeña parte del mundo, y acaso inclusive allí solo en forma parcial, como tendencia; que parece más adivinación y predicción la descripción de una mundialización o globalización de la producción, el comercio, las finanzas, hoy tan evidente, pero que, desde nuestra perspectiva comparativa, era en 1848 solo incipiente) sino que sirve para poner al proletariado (al que se estima capaz de cumplir tan alta tarea, que es la emancipación de la entera humanidad, pues “el movimiento proletario es el movimiento independiente de la inmensa mayoría en interés de la inmensa mayoría”; “no tienen nada que perder excepto sus cadenas” [¿escuchan aquí el eco de lecturas previas?]) ante un oponente digno de emulación. Ambos autores presentan a la burguesía como un implacable y rapaz agente de cambio, que despoja cínicamente al mundo de todos los residuos del sentimiento y la costumbre en su búsqueda incesante de expandir mercados y asegurar beneficios, movida por un despiadado interés de clase (que naturalizan, como hicieran siempre las clases dominantes), pero que mediante su propia acción le muestra a los proletarios lo poderosamente destructiva que puede ser una clase social, lo que puede alcanzar y que no se adivinaba previamente. Y no olviden que los autores sostienen que “la revolución comunista es la ruptura más radical con las relaciones de propiedad precedentes” y que romperá “del modo más radical con las ideas tradicionales”, por tanto les cabe un papel y tarea para nada menor, una emancipación humana que pone a los hombres a experimentar con lo que aún no existe: las medidas explicitadas en el Manifiesto refieren a la transición y no a lo que aparecerá después (en un futuro no datado que probablemente contribuye a mantener vivo el hálito profético del escrito), cuando desaparezcan las diferencias de clase y “toda la producción se haya concentrado en manos de los individuos asociados”.
Algunas inadvertencias de esta temprana profecía acerca de una sustitución y superación del capitalismo pueden (y lo han sido) considerarse: la mejora en las condiciones de vida (o de acceso a bienes y capacidad de consumo) de los asalariados que a partir de cierto momento pudo darse en alguna regiones, la no consideración de los efectos destructivos sobre la naturaleza del prodigiosamente innovador modo de producción y lo que conllevaría su promesa de abundancia en cuanto deterioro del ambiente o agotamiento de recursos, la perspectiva en principio eurocéntrica de la teoría y de sus bases históricas y económicas, la discutible y discutida convicción en un progreso que se generalizará por sucesión de etapas, la fe eventualmente infundable sobre la capacidad humana de dirigir y conocer el movimiento de la historia, el descarte de la eventualidad de que la praxis no confirmara la teoría, la centralidad en el trabajo como valor propiamente humano y humanizante (si bien por trabajo entendían una labor creativa y placentera humana mucho más abarcadora que el mero empleo productivo asalariado), la posibilidad de que el Estado no se extinguiera, …
No puede empero responsabilizarse a su panfleto por lo que acontecimientos de los casi dos siglos posteriores aportaran de imprevisible y novedoso, requiriendo modificaciones teóricas o revisiones más radicales.