Confiamos en que la lectura de los materiales de esta Unidad, con la importancia y eventualmente la actualidad que tienen, no constituya una tarea muy difícil y que todos puedan llegar a conclusiones, si no similares, al menos bastante convergentes sobre los planteos de la autora y la originalidad o el pionerismo de su defensa (que ese es uno de los sentidos del término vindicación) de los derechos de la mujer. Wollstonecraft los reivindica y reclama, pues les pertenecen a las mujeres en un plano de igualdad con los derechos del hombre.
Un modo en que podemos contribuir con la lectura de ustedes es aportando algunos elementos sobre el papel de Sofía en la extensa novela pedagógica de Rousseau titulada Emilio.
La Sección I del capítulo V del libro de Wollstonecraft está dedicada, precisamente, a comentar críticamente lo que Rousseau sostiene y propone sobre esa mujer, la “compañera” que ese autor busca para el joven Emilio tras largas años de cuidadosa educación. Y ello a pesar de que Mary Wollstonecraft fue una admiradora del escritor ginebrino y una “ilustrada” entusiasta que se trasladará a París en los años revolucionarios para vivir esa exaltada experiencia (y defenderla en sus escritos) en el lugar de los acontecimientos.
Pero el capítulo no se limita al análisis crítico de este autor sino que también comenta, en las demás Secciones, un considerable número de tratados de pedagogía de la mujer, o lecturas a ellas dirigidas (un “sistema de educación falso” que desea “ver estallar”), que coinciden en no fortalecer su entendimiento y adularlas a la par que las deshumanizan y solo contribuyen a “a viciar el gusto y enervar el entendimiento de muchas de mis semejantes”. De ahí que se ocupe de ellos.
En realidad Rousseau (y esto mismo quizá nos está diciendo ya mucho) en su grueso volumen sobre educación muy poco se ocupa del personaje femenino, el modelo ideal de mujer que imagina (modesta, sencilla), solo sobre el final del libro, para que atraiga a su pupilo (de corazón puro y sano, cuya educación no solo intelectual había sido muy cuidadosamente guiada: “La esfera de sus conocimientos no se extiende más lejos de lo que es provechoso. Su ruta es estrecha, bien marcada (…); no quiere extraviarse ni brillar. Emilio es un hombre de sana razón y no desea ser otra cosa”). El libro V (que así llama y enumera a sus partes) del Emilio de Rousseau es el que le está dedicado a “Sofía o el amor”, ya muy cerca de terminar una obra muchísimo más extensa que el Contrato social que leyeron. Y la respuesta de MW está, sobre todo y como ya dijimos, en el capítulo V de su Vindicación de los derechos de la mujer.
Esto es, Rousseau se ocupa muy poco y tarde de ella si tenemos en cuenta la gran extensión de su libro.
Con despliegue de elocuencia y habilidad literaria argumentará el ginebrino, paradójicamente, por un tratamiento desigual de ambos sexos, de acuerdo a su naturaleza específica (“No regresó a la naturaleza”, nos advierte MW, pues ya no reivindica la igualdad en que, mediante su osada conjetura histórica, los imaginó, solos y autosuficientes, orientados pacífica y no competitivamente por el amor de sí y la piedad en la condición natural originaria en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres), pues la naturaleza seguirá para nuestro ensayista siendo la guía de nuestra conducta y será en base a ella que proponga sus criterios educativos diferenciados para el hombre y la mujer.
Precisamente MW advertirá esta inconsecuencia (respecto al igualitarismo que predicara) y la discutible naturaleza de la mujer que Rousseau imagina, que a juicio de Wollstonecraft es meramente prejuicio (error que atribuye a su sensibilidad y apasionamiento, que “le llevó a degradar a la mujer haciéndola la esclava del amor”).
Transcribiremos algunos pasajes de lo que Rousseau escribe, evidenciando la vastedad de sus especulaciones y su atenta sensibilidad a los matices y sutilezas, marcando en negrita algunas aseveraciones suyas llamativas:
“Sofía debe ser mujer como Emilio es hombre, o sea, que debe poseer todo lo que conviene a la constitución de su sexo y su especie con el fin de ocupar el puesto adecuado en el orden físico y moral. Por tanto, comencemos examinando las diferencias y las afinidades entre su sexo y el nuestro.
En lo que no se relaciona con el sexo, la mujer es igual al hombre: tiene los mismos órganos, las mismas necesidades y las mismas facultades; la máquina tiene la misma construcción, son las mismas piezas y actúan de la misma forma; la configuración es parecida, y bajo cualquier aspecto que los consideremos sólo se diferencian entre sí de más a menos.
En lo que se refiere al sexo se hallan siempre relaciones entre la mujer y el hombre, y siempre se encuentran diferencias, y la dificultad de compararles proviene de la de determinar en la constitución de uno y otro lo que es peculiar o no del sexo. Mediante la anatomía comparada y también por lo que está de manifiesto se encuentran diferencias generales entra ellos que, al parecer, no tienen conexión con el sexo; no obstante, lo están, pero por vínculos que no hemos podido distinguir, ignoramos hasta dónde pueden llegar esos vínculos, y lo único que sabemos con seguridad es que todo lo que es común entre ambos pertenece a la especie, y cuando es diferente es propio del sexo. Bajo muchos puntos de vista, hay entre ellos tantas relaciones y oposiciones que tal vez es un milagro de la naturaleza el haber formado dos seres tan semejantes estando constituidos de un modo tan diferente.
Estas relaciones y diferencias deben ejercer influencia en lo moral. Consecuencia palpable, conforme a la experiencia, y que pone de manifiesto la vanidad de las disputas acerca de la preeminencia o igualdad de los sexos, como si encaminándose cada uno al fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que si fuera más parecido al otro. En lo que existe de común entre ellos, son iguales, pero en lo diferente no son comparables. Se deben parecer tan poco un hombre y una mujer perfectos en el entendimiento como en el rostro.
En la unión de los sexos, concurre cada uno por igual al fin común, pero no de la misma forma; de esta diversidad surge la primera diferencia notable entre las relaciones morales de uno y otro. El uno debe ser activo y fuerte, y el otro pasivo y débil. Es indispensable que el uno quiera y pueda, y es suficiente con que el otro oponga poca resistencia.
Establecido este principio, se deduce que el destino especial de la mujer consiste en agradar al hombre. Si recíprocamente el hombre debe agradarle a ella, es una necesidad menos directa; el mérito del varón consiste en su poder, y sólo por ser fuerte agrada. Convengo en que ésta no es la ley del amor, pero es la ley de la naturaleza, más antigua que el amor mismo.
Si el destino de la mujer es agradar y ser subyugada, se debe hacer agradable al hombre en vez de incitarle (…)”
(…)
“Observad aquí una tercera consecuencia de la constitución de los sexos, y es que el más fuerte aparentemente es el dueño, cuando en realidad depende del más débil, y esto sucede así, no por un frívolo galanteo, ni por una altiva generosidad del protector, sino por una invariable ley de la naturaleza, que ofreciendo a la mujer mayores facilidades para excitar sus deseos que al hombre para que los satisfaga, le subordina a él, mal de su grado a la buena voluntad de ella, y necesita serle agradable para que ella consienta en dejarle que sea el más fuerte. Luego, lo que más complace al hombre en su victoria es dudar si la flaqueza es la que cede a la fuerza o si es la voluntad lo que se rinde, y la común astucia de la mujer es dejar que subsista esta duda entre él y ella”
(…)
“No existe ninguna equivalencia entre ambos sexos en lo que es consecuencia del sexo. El varón es varón en algunos instantes; la hembra es hembra durante toda su vida, o por lo menos durante toda su juventud, todo la atrae hacia su sexo, y para desempeñar bien sus funciones precisa de una constitución que se refiera a él. Durante su embarazo necesita cuidarse, y cuando ha alumbrado precisa sosiego; le conviene una vida fácil y sedentaria para amamantar a sus hijos, debe tener mucha paciencia para educarlos y un celo y un cariño inagotables; es el vínculo entre los hijos y el padre; ella se los hace amar y le inspira confianza para que los llame suyos”.
(…)
“(…) hablo de esa promiscuidad civil que en todas partes confunde los dos sexos en los mismos empleos, en las mismas tareas, lo que tiene que engendrar los más intolerables abusos; hablo de esa subversión de los más tiernos sentimientos de la naturaleza, inmolados a un sentimiento artificial que no puede subsistir, como si no fuera indispensable alguna base natural para formar vínculos de convención, como si el amor que tenemos a nuestros familiares no fuese el principio del que debemos al Estado, como si no fuera por la pequeña patria, que es la familia, por donde se une el corazón a la grande, como si no fueran el buen hijo, el buen padre y el buen esposo los que forman el buen ciudadano.
Demostrado que ni el hombre ni la mujer están ni deben estar constituidos del mismo modo en lo que respecta al carácter y al temperamento, se infiere que no se les debe dar la misma educación. Siguiendo las directrices de la naturaleza, deben obrar acordes, pero no deben hacer las mismas cosas; el fin de sus tareas es común, pero son diferentes, y, por consiguiente, los gustos que las dirigen. Habiendo procurado formar el hombre natural, por no dejar la obra imperfecta, veamos también cómo debe formarse la mujer para que le convenga al hombre.
¿Queréis estar siempre bien dirigidos? Pues no os apartéis nunca de las indicaciones de la naturaleza”.
Pero Wollstonecraft consideraba a las mujeres “en tanto criaturas humanas que, en común con los hombres, se encuentran en la tierra para desarrollar sus facultades”, que “no están desprovistas de razón” ni “pueden ser confinadas por la fuerza a las tareas domésticas”, ni “deben ser excluidas sin tener voz ni participación en los derechos naturales de la humanidad”. Y justamente entendía que “la educación descuidada de mis compañeras es la gran fuente de desgracia”, que hace a las mujeres “débiles y desgraciadas” pues “la instrucción que han recibido hasta ahora solo ha tendido (…) a convertirlas en objetos insignificantes del deseo”.
Ella se permite “dudar que la mujer haya sido creada para el hombre”, que deba ser débil, pasiva y agradable, “sin entendimiento alguno”, que se la deba dejar en la “más profunda ignorancia”.
En un párrafo del primer capítulo del libro, que no leyeron, la autora resume muy eficazmente la originalidad de su postura:
“Rousseau se esfuerza en probar que originalmente todo era correcto; una multitud de autores en que todo es ahora correcto, y yo en que todo será correcto”.
¿Acaso se habrá realizado ya su optimista profecía?
En un librillo que se tradujo hace pocos años al castellano: Mujeres y poder. Un manifiesto (Crítica, Buenos Aires, 2018), la autora, Mary Beard, profesora de estudios clásicos en la Universidad inglesa de Cambridge y muy exitosa autora de libros de divulgación histórica, comenta:
“Mi madre nació antes de que las mujeres pudieran votar en elecciones parlamentarias en Gran Bretaña, pero vivió para ver a una mujer en el cargo de primera ministra. (…) A diferencia de las generaciones anteriores a la suya, ella pudo tener una carrera, un matrimonio y una hija. (…) Aun así, mi madre sabía que no era todo tan sencillo, que la verdadera igualdad entre hombres y mujeres era cosa del futuro, y que había tantos motivos para la indignación como para la celebración. Siempre lamentó no haber podido ir a la universidad, y se alegró sinceramente de que yo sí fuera. A menudo se sentía frustrada porque sus opiniones y su voz no se tomaban en serio, y pese a que se había sentido desconcertada ante la metáfora ‘techo de cristal’, era muy consciente de que cuanto más ascendía en la jerarquía de su carrera, menos rostros femeninos veía”.
Pero podemos buscar (y encontrar) ejemplos de la dificultosa y lenta modificación del trato legal (y acaso del real cotidiano) en nuestro propio país.
En 1917 (125 años después de la Vindicación… y 104 años antes de 2021) comenzó a publicarse un Montevideo un periódico mensual titulado Acción femenina (pueden leerlo aquí: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/31429), dirigido por Paulina Luisi (primera mujer en obtener el título de Doctora en Medicina en Uruguay, en 1908, y feminista)
En su primer editorial, nada radical por cierto, escribían:
“los fines que persigue nuestra asociación son más altos que los de la política partidaria, van más allá en sus aspiraciones y en sus anhelos, tienen programas más amplios porque abarcan a la sociedad entera, en sus instituciones y en sus costumbres. Ellos buscan que la mujer tenga, al igual que el hombre, la libertad de desarrollar las aptitudes que Dios ha puesto en su espíritu; ellos pretenden nivelar las leyes para que sean concedidos a la mitad del género humano los derechos que son imprescindiblemente necesarios al cumplimiento de los deberes que a todo ser humano corresponden, y para que la mujer, en la plenitud de su libertad y su conciencia, fuerte en sus derechos y orgullosa de su destino, pueda cumplir, no solamente con la materialidad de su carne, sino con el espíritu enaltecido por el convencimiento de que cumple una misión sagrada e ineludible, los más grandes de todos los deberes, que son nuestro calvario y nuestra gloria: los deberes sublimes de la maternidad. Bajo esta bandera, todas las mujeres deben unirse, sea cual fuere su credo; porque, al amparo del mutuo respeto, pueden las actividades femeninas unificar sus esfuerzos para llevar a cabo la difícil obra de redención de la mujer. No es exagerada esta palabra. Leyes y costumbres; consideraciones atávicas, reliquias de otros tiempos que podrán tener su razón de persistir aún en la vieja Europa, pero que son anacronismos incomprensibles en la libre América, cuna y baluarte de las modernas democracias; prejuicios, no desarraigados aún, tal vez por la inercia que la vida fácil ha sustentado en nuestras gentes; costumbres añejas reñidas con el moderno espíritu de las sociedades actuales;—todo ha contribuido a hacernos vivir una vida perezosa de indiferentismo o de resignación estéril, manteniendo amodorradas nuestras aspiraciones de independencia y progreso que, al fin, hoy se resuelven a salir de su enervante letargo, no consentido ya por las dificultades cada día crecientes de la lucha por la vida”.