¿Un ensayo optimista?

¿Un ensayo optimista?

by Rodriguez Arturo -
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En el Contrato social (el remedio institucional que Rousseau diseña para enmendar o corregir y contener los efectos profundamente dañinos de una desigualdad creciente) aspira a configurar un orden político que no esté sustentado en algún modo de servidumbre. La servidumbre voluntaria (como la esclavitud) es, a su juicio, incompatible con la libertad y por tanto con la misma condición humana.

No existe ni puede haber una sociedad política bien fundada sin libertad para todos sus miembros, que necesariamente han de ser a la vez ciudadanos y súbditos, soberanos y sometidos por las leyes que ellos mismos se fijen. La propuesta de Rousseau es encontrar una forma de asociación voluntaria entre hombres que restablezca, mediante un artificio, la igualdad desaparecida y que nos permita vivir juntos sin estar sometidos a la voluntad de otro u otros.

Esto requiere el ejercicio del autogobierno, pues cualquier otra alternativa (incluida la de la representación, esto es la elección de representantes) implica que nos mande otro y que perdamos el dominio sobre nosotros mismos: mata la libertad e impone servidumbre. ¿Acaso podemos preservar a la vez libertad y obediencia?

La propuesta de Rousseau exige que cada uno de nosotros sea legislador y que jamás delegue esa tarea, de modo que (ahora unidos en sociedad), se seguirá viviendo de acuerdo a la decisión propia, tal como ocurría en el mundo conjeturado del hombre originario (que no vivía en sociedad).

Pero es el cuerpo colectivo (organizado políticamente sobre la base de un territorio) que los hombres pasan a integrar por un contrato bien formulado (que repone artificialmente igualdad donde ya no la había y no pesa más sobre ninguno de los contratistas) el que debe ahora producir, con la atenta y activa intervención de todos (tengan presente que no existían los partidos políticos a mediados del siglo XVIII), una voluntad que no quiere el mal de ninguno (pero que no requiere ni se espera sea unánime) y los tiene a todos en cuenta: la voluntad general (que no es egoísta, como sí lo es la propia o particular, que solo busca el provecho de uno mismo; que no es tampoco la de un cuerpo colectivo, que puede tener intereses grupales [corporativos o gremiales] y no ocuparse de todos). Solo así se aunaría o compatibilizaría la libertad con la vida civil.

Sin embargo ya nos había contado en el Discurso una fundación del Estado, también contractual, a partir del engaño de pocos a muchos, de ricos (astutos) a pobres (crédulos), que hizo que se perdiera la libertad al incorporarse, donde alguno a algunos mandan y otros solo pueden obedecer: “Tal fue, o debió ser, el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico, destruyeron sin remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación un derecho irrevocable, y sometieron desde entonces, para provecho de algunos ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Es fácil ver cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y cómo, para hacer frente a fuerzas unidas, hubo que unirse a su vez. Al multiplicarse o extenderse rápidamente, pronto cubrieron las sociedades toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible encontrar un solo rincón en el universo en el que pudiera uno librarse del yugo y sustraer su cabeza a la espada”.

Es un prolongado y acumulativo camino de transformación que desiguala a los seres humanos, en el que tres “mojones” (señales) o instancias decisivas se advierten: “Si seguimos el progreso de la desigualdad en estas diferentes revoluciones, encontraremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer mojón, la institución de la magistratura el segundo, que el tercero y último fue el cambio del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y pobre fue autorizado por la  primera época, el de poderoso y débil por la segunda, y por la tercera el de amo y de esclavo, que es el último grado de la desigualdad, y el término al que conducen finalmente todos los demás hasta que nuevas revoluciones disuelven completamente el gobierno”.

O sea que el contrato que ahora nos propone en su Contrato social es reparatorio, remedia varios males y no somete a nadie a la voluntad de uno o algunos. Pero no se puede acordar en todas partes ni en cualquier momento y es muy difícil de sostener en el tiempo, pues impone muy pesadas cargas a los ciudadanos.

Ahora bien, nos dice Rousseau, si no estamos dispuestos a asumir esas cargas destruiremos, precisamente, aquello que hace posible la libertad en sociedad. Tan pronto como flaqueamos la perdemos (como hacen los ingleses, cuyas instituciones despertaban admiración en el siglo XVIII, cuando, llamados a decidir, eligen representantes y se desentienden luego, esto es se nombran amos que les darán órdenes).

Por otra parte, este contrato que preserva la libertad no es compatible con ciertos grados de desigualdad, dado que estos también destruyen la libertad. De ahí que en una sociedad política bien establecida la legislación deba actuar para igualar o para contrarrestar la desigualdad.

El propio Rousseau escribe: “Si se busca en qué consiste el bien más preciado de todos, que ha de ser objeto de toda legislación, se encontrará que todo se reduce a dos cuestiones principales: la libertad y la igualdad, sin la cual la libertad no puede existir. Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre, a los derechos y a los deberes de la humanidad. La verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse. Esta igualdad, se dice, no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿quiere eso decir que hemos de renunciar forzosamente a regularlo? Como, precisamente, la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, hay que hacer que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla”.

 

La esclavitud (que nunca puede, para Rousseau, ni originarse ni derivarse de un derecho y sí solamente de la fuerza, pues sería contraria a la misma condición de ser humano) y la propiedad privada son fenómenos históricos, producto de cambios graduales en las propensiones humanas bajo la influencia de determinadas prácticas sociales y condiciones. Esta larga evolución siguió un camino concreto que, en la situación o estado presente de la sociedad (según la describe Rousseau, que vivió en Suiza, Italia, Francia e Inglaterra), hizo desaparecer al hombre natural sin que tenga posibilidad de surgir el hombre civil. Para Rousseau es imprescindible mostrar que esa evolución podría haber sido distinta: si no fuere por diversos accidentes y combinaciones casuales de causas exógenas, pues no se trata de algo inevitable: pudo haber sido de otra manera.

Por eso en el Contrato social nos indica que es factible construir una forma legítima de gobierno, dotada de un sistema de instituciones que sea razonablemente justo, feliz y estable. Sus miembros estarían libres de los más graves vicios del amor propio exacerbado, como la vanidad y la pretenciosidad, la insinceridad y la codicia. No estamos condenados a ser cada vez peores: existe la posibilidad de que mejoremos.

El remedio (en el Contrato social, que podría leerse como un ensayo optimista) a nuestros problemas consiste en instituir un mundo social con leyes adecuadas (“tales como podrían ser”) para seres humanos tales como son, siempre pasibles de modificación, dada su perfectibilidad. Esa reinstitucionalización mediante principios de derecho político posibilitará constituir una sociedad civil de hombres libres, a la vez justa y viable, estable y razonablemente feliz.