Comentarios eventualmente últimos a partir de esta lectura

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por Rodriguez Arturo -
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Un aspecto que conviene tener presente es que el Parlamento existió en Inglaterra (y en partes del Reino Unidos) por 600 años antes de que se permitiera el sufragio “universal”, que recién se habilitó en 1918. En una página de RTVE, en 2018, se recordaba este episodio:

El Parlamento británico aprobó el 6 de febrero de 1918 una ley que otorgaba el derecho al sufragio a las mujeres mayores de 30 años, que en aquel momento eran más de ocho millones en un país inmerso todavía en la Primera Guerra Mundial.

El éxito de las sufragistas británicas se enmarca en un movimiento social más amplio que ya había llevado a reconocer el voto femenino en Nueva Zelanda (1893), Australia (1902), Finlandia (1906) y Noruega (1913) y la Unión Soviética (1917), y sería pronto imitado en Alemania (1918) y Estados Unidos (1920)”.

Hasta esa fecha el voto estaba limitado a los varones, y con muy importantes restricciones (que fueron modificándose con exasperante lentitud).

El sistema político británico del período victoriano (siglo XIX y comienzos del XX) estaba controlado, como ya lo estaba en el siglo XVII (y en vida de Locke, que fue, ya la dijimos, empleado de un gran terrateniente, miembro destacado del parlamento), por los grandes propietarios rurales y las altas dignidades de la Iglesia, que ocupaban la Cámara de los Lores (no electiva hasta el día de hoy) y poseían la mayoría en la Cámara de los Comunes. Esta segunda Cámara era electiva pero no reflejaba la realidad social británica porque sus integrantes no se elegían por sufragio universal y, además, los distritos electorales se manipulaban (un procedimiento que no desapareció del todo). Había algunos, denominados “burgos podridos”, con muy poca población pero que elegían muchos diputados, mientras que las grandes ciudades (con población que crecía muchísimo) podían elegir pocos representantes (o ninguno).

La base electoral masculina se ampliaría por una reforma electoral de 1885, pero que todavía impedía votar a quienes no tuvieran domicilio, a los hijos que vivían con sus padres y a los criados (además de a las mujeres).

Esta imagen muestra el muy lento crecimiento del electorado de Gran Bretaña entre 1831 y 1931.



Es frecuente encontrarse con narraciones o reconstrucciones expost de las tradiciones políticas e ideologías (también, empero, ocurre en la historiografía), que seleccionan en el pasado (o creen descubrir) las fuentes y autores que estiman útiles para presentarlos como fundacionales de sus planteos (a veces muchos siglos después de que esos textos se redactaran y sus autores vivieran). Esto ha ocurrido y ocurre con los contractualistas, tanto cuando se los omite como cuando se los exalta.

De ahí que sea imprescindible leer siempre sus argumentaciones con muy cuidadosa atención, para no endilgarles lo que no dijeron ni pensaron (eventualmente porque no era siquiera posible pensarlo entonces) y para procurar no interpretarlos, forzadamente, en los marcos de nuestras actuales convicciones y discusiones. Ellos vivieron hace 300 años o más…

Y eso también puede abrirnos los ojos ante planteos que hoy pueden resultarnos desconcertantes o difíciles de explicar, dados nuestros actuales valores predominantes y las leyes que nos rigen.

Podría ser el caso, por ejemplo, de los planteamientos de Locke sobre la esclavitud en su ensayo (que no disgustarían, en todo caso, a muchos habitantes de nuestra ciudad y territorio hasta bien entrado el siglo XIX y, en nuestro vecino Brasil, hasta fines de ese mismo siglo), pero que probablemente la mayoría de ustedes hoy no puedan asociar a ideales de libertad y les resulten no de todo consecuentes con el planteo inicial de hombres naturalmente libres e iguales.

Seguramente leyeron en el libro que hay “una clase de siervos a los que damos el nombre de esclavos” (seres humanos “capturados en guerra justa [y que] están por derecho de naturaleza sometidos al dominio absoluto y arbitrario de sus amos” [hay una errata en el libro y donde debería decir “amos” escribieron “manos”]. La condición de esclavitud, que curiosamente admite (sabemos que tuvo inversiones en el comercio trasatlántico de esclavos), sería “el estado de guerra continuado entre un legítimo vencedor y su cautivo” o, con mayor precisión, una interrupción o cese de esa guerra por un acuerdo o pacto por el que uno, el vencedor o amo, limita su poder (podría matarlo) y otro, el vencido (que conserva así su vida), consiente ser empleado al servicio del primero. Uno tiene “poder despótico” sobre el otro, ese tipo de poder absoluto que tiene un conquistador (que lo tiene “sobre las personas de quienes colaboraron y participaron en la guerra contra él, y tiene también el derecho de reparar daños y gastos con el trabajo y los bienes de los vencidos”).

Acaso nos sirvan estos parágrafos como una advertencia acerca de los límites de toda especulación intelectual y sobre la miopía de un pensador en lo que cabe a la realización (o no) de sus propios ideales (un fenómeno que se repetirá muchas veces).

Acaso solo el escrutinio reiterado de estos textos (y de los ideales que en ellos se formulan) por parte de sucesivas generaciones posteriores habilitará y producirá reinterpretaciones que, eventualmente, logren realizar, y aplicar en las sociedades, toda la fuerza encerrada en aquellas ideas.

 

Solo después de que William[1] (1650-1702) y Mary[2] (1662-1694) se instalaron en el trono (lo que puso fin a la dinastía de los Estuardo y a casi un siglo de violentos enfrentamientos, dando lugar a lo que suele considerarse como la primera revolución moderna, en la isla más urbanizada de Europa, que se había ido transformando en una sociedad comercial, manufacturera e imperialista), en 1689, Locke se sintió seguro como para regresar a Londres tras seis años de exilio en Holanda (entonces parte de las Provincias Unidas). A su regreso, este poco conocido erudito, que estaba desempleado y tenía cincuenta y siete años, rápidamente vio publicados no solo los dos tratados (que aparecieron sin firma), sino también su Ensayo sobre la comprensión humana (obra de gran repercusión en la teoría del conocimiento), que apareció con su nombre ese mismo año. Además de eso, un amigo se encargó de que también se imprimiera, anónimamente, la luego muy famosa Carta sobre la tolerancia (donde, empero, no la admitía para con los católicos ni los ateos).[3]

 



[1] Guillermo III de Inglaterra.

[2] Hija protestante de Jacobo II, que era católico. Guillermo, además de su marido, era su primo.

[3] Creo que ya se comentó que Locke estuvo estrechamente vinculado a uno de los bandos del conflicto, el de los llamados whigs (facciones aristocráticas que combatieron, sobre todo, los excesos del poder monárquico y eran hostiles al catolicismo), opuestos a los tories (más conservadores y partidarios de la monarquía). Los whigs fueron una de las dos principales fuerzas políticas en Gran Bretaña desde finales del siglo XVII y hasta el siglo XIX. Sus orígenes estuvieron en una asociación de aristócratas que, en la década de 1670, exigió (pero no logró) la exclusión del hermano católico de Carlos II, Jacobo, como heredero del trono británico. Ellos y sus descendientes apoyaron la sucesión protestante a través de la invasión de Guillermo III y el establecimiento de los Hannover (una dinastía alemana que reinará en Gran Bretaña desde 1714, también desde la fundación del Reino Unido, en 1801, y hasta 1901, fecha en que murió la reina Victoria y ascendió al trono su hijo Eduardo VII).