El poder soberano no puede tener otros límites que los que él mismo se fije; tiene que poder hacer lo que entienda necesario para cumplir con sus fines pacificadores y reguladores y no sería sensato que lo creáramos quienes seremos sus súbditos (y nos hacemos por contrato corresponsables de sus decisiones) pero le denegáramos, en el mismo momento o después, lo que necesita para actuar eficazmente o pretendamos (cada uno de los súbditos) discutirle cada resolución.
Su función es dar seguridad a la población, que no es meramente “una simple conservación de la vida, sino también de todas las excelencias que el hombre puede adquirir para sí mismo por medio de una actividad legal, sin peligro ni daño para el Estado”.
Él nos ampara y protege, posibilitando una vida más larga a cada súbdito y alcanzar beneficios y comodidades que en ausencia de su construcción y funcionamiento serían imposibles. Por tanto nos cabe sostenerlo, incluso darle lo que nos pida cuando estime que las circunstancias exigen cambios y nuevas exigencias, por ejemplo en lo que refiere a la propiedad. Porque sin él no hay propiedad, si se derrumba la propiedad desparece.
La seguridad y demás beneficios que el Estado provee requieren ante todo la cooperación de muchos, de una multitud lo bastante grande y poderosa para hacer muy peligrosa la violación de pactos y la invasión de los derechos de los demás, y para ofrecer defensa contra enemigos extranjeros. Pero no hay un límite fijo predeterminable en lo que refiere a las dimensiones de una sociedad civil. Su tamaño debe ser, empero, lo bastante grande como para disuadir a todo enemigo de arriesgarse a una guerra, y por tanto dependerá del tamaño del enemigo (esto es, será relativo y relacional).
Estas condiciones y los elementos antisociales que hay en la naturaleza del hombre indican que la unidad lograda por consentimiento (pues ese es el origen legítimo del Estado según Hobbes), por muchas voluntades acordes no basta para mantener unidos a los hombres. La sociedad política, o “commonwealth”, exige una auténtica unidad, que se originará en cada momento en una única voluntad del cuerpo político, a cargo del representante soberano (que dará a la multitud dirección y eficacia en sus movimientos y acciones). Un Estado con dos o más cabezas se disgrega, es infuncional e impotente para cumplir su función, dejando en el desamparo del conflicto a sus súbditos que ya no sabrán a quién obedecer ni que está bien o que está mal ni qué bienes son de quién.
Este es el legislador, cuyas leyes determinan y obligan (pues son órdenes de las que tendremos que considerarnos coautores). Las leyes son ataduras (o sendas que orientan nuestra conducta, nos dirigen o encaminan: “como los setos se construyen no para detener a los que viajan sino para mantenerlos en el camino”) destinadas a reducir el choque entre los individuos de una sociedad y la libertad permanece plena, para cada miembro, en el espacio (que Hobbes concebía como muy amplio pero variable) del silencio de la ley, esto es donde no hay decisión del soberano (“decir que todos los habitantes de un Estado tienen libertad en un caso cualquiera, es tanto como decir que en aquel caso no se hizo ley alguna, o que, habiéndose hecho, se halla abrogada”) y rige nuestra voluntad.
En sus propios y gráficos términos: “el uso de las leyes (que no son sino normas autorizadas) no se hace para obligar al pueblo, limitando sus acciones voluntarias, sino para dirigirle y llevarlo a ciertos movimientos que no les hagan chocar con los demás, por razón de sus propios deseos impetuosos, su precipitación o su indiscreción”.
Cada súbdito debe considerar todas las acciones del poder soberano como acciones propias suyas y la legislación del soberano como su propia autolegislación. En fuero interno la discrepancia puede existir (aunque ideal o aspiracionalmente los miembros del cuerpo político deberían tener de verdad las mismas opiniones del poder soberano), pero no debería expresarse públicamente, donde solo cabe obedecer y preservar el funcionamiento de las instituciones del Estado (con lo que protegemos sus fines, nuestra vida y bienestar). El acto público y el punto de vista que se hace público es al que Hobbes (y el poder soberano) prestan atención, siendo el fuero interno (la creencia íntima) uno donde cada quien es libre de tener su propia opinión sobre cualquier tema (pero no debe expresarla si contraría la voluntad del soberano o puede destruir la paz de la comunidad).
El derecho consiste en la libertad de hacer u omitir y es ilimitado para cada individuo hasta ingresar contractualmente en un Estado, pues para ello es necesario renunciar a ese derecho (aunque seguiremos, porque no podemos contractualmente renunciar a ello, preservando siempre nuestra vida, esto es hay al menos un derecho individual inalienable).
Omitiremos, entonces, al integrar un Estado hacer muchos actos a lo que tendríamos derecho en estado de naturaleza, pero como contrapartida ese Estado (con mayúsculo poder) establece leyes y brinda seguridades y oportunidades de las que carecíamos totalmente en su ausencia.
Si en estado de naturaleza no se puede apelar a la justicia, pues nada puede ser injusto allí (como tampoco bueno o malo, tuyo o mío), dado que la justicia y la injusticia solo son tales en términos de alguna ley y no hay ley fuera de la sociedad civil, dentro del Estado (que es un artificio y convención) sí las tenemos, podemos recurrir a ellas y habrá una fuerza colectiva poderosa para vigilar su cumplimiento y castigar a quien no lo haga.
De las leyes nos dice que deben ser “buenas”, necesarias (“evidentes para el bien del pueblo”) y comprensibles (aconseja que leyes y fundamentos se redacten “en términos tan breves, pero tan propios y expresivos como sea posible”), por lo que deberían estar acompañadas de su fundamentación (“las causas y motivos por las cuales fue promulgada” que nos ayuden a dilucidar cada caso dada la insuperable ambigüedad de las palabras) y que deben ser divulgadas (con “signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano”) y explicadas.
Quien legisla debe además ser el intérprete de la ley (que decidirá la razón pública que es la de la autoridad civil), administrando las penas por medio de magistrados que tienen su autorización. Pero también nos dice que deben ser de aplicación general, apartándose de la práctica de su tiempo en la que las leyes eran locales y múltiples, de acuerdo al estamento y de distinta aplicación para ricos y para pobres.
Este soberano legislador (que puede ser uno o un grupo, ya sabemos) tiene también poder espiritual, esto es sanciona el pecado (que no necesariamente es delito) y el delito (que es “un pecado que consiste en la comisión [por acto o por palabra] de lo que la ley prohíbe, o en la omisión de lo que ordena”) a la par (no para vengarse sino para corregir conductas), así como reparte honores y recompensas. No puede subordinarse a ningún pretendido poder espiritual distinto.
Se ha dicho del suyo que es un modelo político antipluralista.
Para Hobbes (y esto ha motivado inagotables discusiones) el bien del pueblo y el del soberano “nunca discrepan”.