Comenzando a leer Leviatán

Comenzando a leer Leviatán

de Rodriguez Arturo -
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 Deben todos tener presente que están leyendo un texto que se redactó hace ya 370 años, por tanto fue escrito en circunstancias y en un mundo que no es el de ustedes hoy. 

 Deben ser capaces de escapar de nuestro inmediato presente para acercarse a ese mundo que ya no existe, aunque es antecedente del que nos toca conocer.

 Ese apartamiento de nuestra actualidad (costumbres, creencias y valores) y el acercamiento al lugar extraño o país extranjero que siempre es el pasado requiere de todos nosotros mucho esfuerzo y probablemente sea, invariablemente, parcialmente imposible y por lo general insuficiente.

 Hace ya más de dos mil años, Aristóteles (Estagira[1], 384 a. C.-Calcis[2], 322 a. C) procuró discernir los objetivos adecuados para llegar a ser un buen ser humano en la vida. Al comienzo de su Ética a Nicómaco, argumentó que una vida humana se puede juzgar como buena (bien vivida) cuando se orienta hacia la búsqueda constante de fines que son en sí mismos buenos. Por lo tanto, gran parte de la reflexión moral de Aristóteles se dedicó a determinar la naturaleza del bien que la gente debería buscar, a especificar qué estilos de vida pueden llamarse genuinamente buenos: una buena vida es aquella dedicada a la búsqueda del bien.

 Una de las conclusiones de Aristóteles que puede desconcertarlos fue que una buena vida está orientada a bienes compartidos con otros: al bien común de la sociedad de la cual cada humano es parte.

 El bien del individuo y el bien común son para Aristóteles inseparables, más aun el bien común de la comunidad que integramos debería tener primacía al establecer una dirección para la vida de cada uno de los individuos que la integra, porque es un bien superior a los bienes particulares. 

 Por otro lado este pensador sostuvo que los humanos vivimos y nos formamos en la polis, esto es en comunidades con otros seres humanos. No se podría ser humano en total soledad y apartamiento, lo que sería propio de bestias o dioses pero no de hombres[3].

 Al leer a Maquiavelo ya advirtieron, en cambio, que ese autor no se ocupa de determinar la buena vida y el bien al que tendrían que dirigirse los hombres (sus fines buenos), ni se detiene (salvo muy indirecta o veladamente) en ningún bien común. 

 Más radical todavía, y más explícito, será el abandono y rechazo de Hobbes respecto de la tradición de la filosofía moral y política antiguas, que incluso dinamita al partir del supuesto de individuos autogobernados y solos, en un “estado de naturaleza” que carece de toda vida comunitaria y donde no puede haber ningún bien común.

 Entre otras razones por esto suele sostenerse que en Hobbes se hace visible un pensamiento moderno (distinto y radicalmente opuesto a la tradición previa).

 Nosotros todavía hoy viviríamos en ese mundo imaginado por Hobbes, o que este autor comenzó a construir, desinteresado por los presupuestos de una vida bien vivida e inquieto por fundamentar los marcos que harán posible pacificar (regular u orientar) la inagotable competitividad que motivaría a todos y cada uno de los seres humanos, ya no preocupados por ningún bien común (cuya misma idea se juzga como imposible y fantástica: un delirio) sino por el beneficio propio de cada uno. 

 Lo que probablemente ustedes reconozcan cuando escuchan o dicen ¡hacé la tuya!

 Hobbes desarrolló en su Leviatán argumentos a favor de lo que él creía que era la única solución efectiva al problema de la guerra civil y la violencia dentro de una sociedad (o entre seres humanos desvinculados de todo obediencia que no fuere a sí mismos, si aceptamos su noción de estado de naturaleza, donde cada cual solo cuenta consigo mismo y siempre está en potencial conflicto con todos los congéneres): el establecimiento de un poder político fuerte e indiscutido, de origen humano y contractual.

 Solo este tipo de poder puede restablecer el orden donde ya reina la violencia y prevenir la violencia donde todavía reina el orden. Solo gracias a él se podrá vivir colectivamente en paz y prosperidad.

 Este aspecto de la solución hobbesiana es el que la historia de las ideas ha retenido, porque Hobbes insiste con frecuencia en que cualquier intento de debilitar la autoridad del poder político conduce al desorden y, probablemente, la guerra (lo hará con gran contundencia literaria o retórica en varios pasajes de la obra). 

 Por tanto es imperativo para Hobbes que los súbditos no disputen el poder y la autoridad del soberano, solo así podrán beneficiarse, todos y cada uno, de los frutos del ejercicio pacífico de una libertad razonable (y que fue convenida al determinar al decisor o decisores, en quien o quienes recaerá la soberanía. Una elección que no requiere unanimidad, pues basta una mayoría para asignarla).

 El poder del soberano, como Hobbes demostró mejor que cualquier otro pensador antes que él, es solo la suma de los poderes individuales que conforman el cuerpo social (todos vieron el dibujo en la tapa de su libro). 

 Si el soberano enajena estos poderes por su crueldad, quedará "al desnudo y derrotado" y los individuos se encontrarán en el estado de naturaleza (al que siempre se puede volver o en el que siempre se puede caer, según nos advierte).

 La preocupación central de Hobbes fue resolver (lograr, garantizar) el orden público, justificar sólidamente las razones por la cuales tenemos siempre que obedecer al poder civil.

 La solución hobbesiana se apoya en su convicción de que solo un poder fuerte y absoluto puede garantizar el orden público. Pero se trata, como veremos, de un poder no tiránico (tiene origen contractual, no lo olviden, y está motivado por el temor a la muerte y por una razonable previsión por parte de cada uno de aquellos que contribuyen a instituirlo) y no arbitrario porque únicamente así garantizaría el reconocimiento y el apoyo efectivo de las personas, de los gobernados, que es absolutamente necesario para su preservación.

 La cuestión del orden público en Hobbes podría, entonces, ser bastante más compleja de lo que en una primera lectura suele admitirse: solo lo puede garantizar un poder político fuerte y absoluto (no discutido, obedecido), pero que no sea tiránico ni arbitrario. Su Leviatán es un monstruo que no debería comportarse monstruosamente (para poder cumplir su papel y razón de ser), aunque sí debe manejar el miedo (hacia dentro y hacia afuera), ser capaz de asustarnos.

 Hobbes declara explícitamente que parte en su argumentación de cero (del conocimiento introspectivo de lo que los humanos tenemos en común), para construir deductivamente la totalidad del edificio de su filosofía política, que estima es de validez intemporal (porque la psicología humana es siempre la misma).

 Afirma reiteradamente que quien pretenda hacer una filosofía moral y política cierta, no debe fundar sus aseveraciones en la “autoridad de los libros” (ni los clásicos, ni los del resto de los filósofos), ni tampoco en la historia (como ven, se pone en las antípodas de Maquiavelo), porque sería más perjudicial que beneficioso.

 Por otra parte ustedes saben (él lo afirma en la dedicatoria de esta obra) que su filosofía política está motivada, de un modo que no niega, por los acontecimientos contemporáneos a su elaboración. Y si bien nos dice que desconoce qué recepción tendrá (y sabemos que fue muy hostil) el discurso suyo sobre “la república” o el “Estado” o la “comunidad política” (en el original escribe “my discourse of Common-wealth”), es consciente que irá por “un camino amenazado por quienes de una parte luchan por un exceso de libertad, y de otra por un exceso de autoridad”. Su teoría no acompañará ninguno de esos dos extremos.

De acuerdo a Hobbes (y en un todo de acuerdo con su concepción básica sobre el individuo humano) será el egoísmo el que nos lleva a sellar un pacto al que, en tanto agentes racionales, arribamos tras un cálculo de las ventajas mutuas que obtendremos al hacerlo.

 Hobbes, con su teoría sobre el Estado y la obediencia a una autoridad soberana, pensó estar haciendo un aporte atemporal a la filosofía política e instrucción cívica, desarrollando un exposición que se presenta, al modo de las demostraciones geométricas, como una cadena deductiva que parte de pocas premisas que se entienden como muy convincentes, indubitables; aunque para convencernos de sus argumentos no renuncie tampoco a emplear recursos retóricos ni eluda utilizar argumentos sobre la interpretación de la Biblia, que fue usada para encender la discordia entre los distintos bandos en pugna en la guerra civil inglesa y en las guerras religiosas de los siglo XVI y XVII en toda Europa.

  La selección de Leviatán que tienen que leer es de unas 140 páginas, la mayoría de ellas provenientes del segundo libro de los cuatro (1: Del hombre; 2: Del Estado; 3: De un estado cristiano; 4: El reino de las tinieblas) que componen la obra.

 Su autor describe brevemente su propósito y el riesgo que corría al redactarlo: “este discurso mío sobre el Estado. No sé cómo lo recibirá el mundo, ni cómo se reflejará en aquellos que parezcan favorecerlo. Estando, por así decirlo, amenazado de un lado por quienes piden demasiada libertad, y de otro por los que quieren demasiada autoridad, le será difícil pasar por entre las armas de ambos bandos sin resultar herido”.

  La penetración de las especulaciones del Hobbes sobre las motivaciones humanas y las dificultades que ellas conllevan para la vida colectiva, ayudadas por la contundencia de su estilo expositivo, despertaron la atención no solo entre su contemporáneos (y generaron reacciones en la generaciones posteriores, hasta el presente), quizá, sobre todo, en tanto se percibieron en ellas “peligrosos principios”, por ejemplo su pesimismo antropológico, su afirmación de la imposibilidad de injusticia en el orden natural, su argumentación acerca de la necesidad de una autoridad ilimitada del soberano, su propuesta de una “infeliz alianza entre teología y política” (Denis Diderot [1713-1784], en su diccionario, precisamente refiere a la recepción clamorosa de sus textos, que tendrían más enemigos que defensores).

 Hobbes sostiene que cada individuo persigue su propio interés, la satisfacción de deseos cambiantes y nunca plenamente satisfechos, mientras hay vida, aunque no se trata, en su caso, de la prédica de una ética egoísta, puesto que no es la suya una concepción reflexiva sobre lo que debería ser o hacerse sino la mera constatación, fruto de la introspección más descarnada (“meditaba más de lo que leía”, cuenta Pierre Bayle [1647-1706] en el artículo que le dedica en su Diccionario histórico crítico de fines del siglo XVII), nos dice, del movimiento mecánico de la materia. 

 La vida es condición previa y necesaria para el disfrute de todos los demás, posibles, bienes. Hobbes hace de esta constatación de precedencia y necesidad la base o fundamento de la legitimidad de todo orden político, prescindiendo de justificaciones religiosas y afirmando que esa es una condición vinculante (su pérdida es un extremo que, de cumplirse, aniquila toda posibilidad para el individuo de desear y gozar) que hará que los individuos (según su hipótesis de un estado de naturaleza), en principio siempre a-sociales, se avengan o acuerden en proponer la construcción del Estado y lo defiendan. Sin orden político tenemos todo en juego permanentemente; no se trata de una situación de cambiante equilibrio de pérdidas y ganancias individuales, de expectativas más o menos realizables de mejoría o deterioro de la situación personal, por otra parte siempre abierta a nuevos cambios. Es un juego de todo o nada, cuyos dos resultados posibles son seguir vivos o morir. Este último extremo aniquila toda futura conquista, anula cualquier expectativa. Los hombres recaen, sostiene Hobbes, inevitablemente y siempre, en ausencia de un orden político, en ese peculiar estado en el que la extinción es inminente y, dado esto, buscar un modo de inhibir la violencia que nos amenaza a todos parece tan concordante con el instinto de auto-conservación (que se reconoce en todo ser vivo) como razonable desde el análisis y el cálculo de conveniencias (del propio interés bien entendido).

 A comienzos del siglo XIX Joseph De Maistre (1753-1821), un entusiasta defensor del viejo orden monárquico, entonces enfrentado en una lucha por la sobrevivencia contra fuerzas renovadoras o revolucionarias, reiteraba esa argumentación hobbesiana al decir (refiriéndose al ejecutor o verdugo) que “Toda la raza de los hombres se mantiene en el orden por el castigo; porque no se encuentra nada de inocencia y es el temor del castigo el que le permite al universo gozar de la felicidad que le está destinada” y al describir al personaje del verdugo, agente ejecutor de los castigos que impone la autoridad, como “el horror y el vínculo de la asociación humana. Quitad del mundo a ese agente incomprensible; en el mismo momento el orden deja lugar al caos, los tronos se hunden y la sociedad desaparece”.

El estado de naturaleza de Hobbes se deduce de las pasiones del hombre (que todos podemos conocer a partir de un arduo y descarnado esfuerzo de introspección, leyendo en nosotros mismos a todos los hombres, nuestra naturaleza compartida). Conocidas las inclinaciones naturales de los hombres podremos acordar lo que se debe hacer para formar un adecuado orden político, determinando las razones, los propósitos o los fines por los cuales los hombres forman sociedades políticas (y si fracasan [si fracasamos] en hacerlo tendrán [tendremos] una vida de perpetua zozobra y probablemente muy corta). Una vez conocidos estos fines, el problema político es cómo organizar la sociedad de hombres (que es para Hobbes artificial) para alcanzar con la mayor eficacia tales fines, como transformar una multitud descoordinada de seres humanos en un cuerpo político unificado, con una voluntad común y una fuerza muchísimo mayor que la de cada uno de los individuos que lo constituyen (y también la de aquellos que queden, dispersos y en estado de naturaleza, fuera del Leviatán = Estado).

 Hobbes consideraba totalmente nueva su filosofía política. Más aún, negó que antes de su obra hubiese existido una filosofía política o una ciencia política dignas de ese nombre. Se consideró el fundador de la auténtica filosofía política, por lo que aconsejó censurar los textos antiguos al respecto (dado que incitan a la desobediencia y el desorden) y usar su obra como manual de educación cívica (pues enseña los verdaderos fines y medios de la autoridad estatal).

 Según Hobbes, la ley superior, la ley natural, nos manda una sola y única cosa: obediencia incondicional al poder soberano (que se genera, como saben, por representación, es decir a partir de que los súbditos lo eligen), de cuyos actos somos coautores. Lo que legitima sociedad y Estado es el consentimiento de quienes lo integran.

 Y esto habría que admitirlo porque, según escribe (y reitera en varios pasajes) Hobbes “entre hombres que no reconozcan un señor existe perpetua guerra de cada uno contra su vecino; y no hay herencia que transmitir al hijo, o que esperar del padre; ni propiedad de bienes o tierras; ni seguridad, sino una libertad plena y absoluta en cada hombre en particular” [derecho a todo]. Paralelamente, “en los Estados y repúblicas que no dependen una de otra [que son soberanos], cada una de estas instituciones (y no cada hombre) tiene una absoluta libertad de hacer lo que estime (es decir, lo que el hombre o asamblea que lo representa estime) más conducente a su beneficio”.

 La asociabilidad humana es tal que Hobbes sostiene que:

los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos”.

 El influyente historiador de las ideas del siglo XX Leo Strauss (1899-1973) afirmará que para Hobbes:

la moral no es más que el instinto pacífico inspirado por el temor. La ley moral o la ley natural se interpreta como si procediera del derecho de naturaleza, el derecho de la propia conservación; el hecho moral fundamental es un derecho, no un deber. Este nuevo espíritu llegó a ser el espíritu de la época moderna, incluyendo nuestra propia época. Y ese espíritu se conservó pese a las importantes modificaciones que sufrió la doctrina de Hobbes a manos de sus grandes sucesores”.

 Strauss sostiene que Maquiavelo y Hobbes (pero este último todavía en mayor grado) son responsables de romper con la tradición de la filosofía política que provenía de la antigüedad, dando origen a una teoría moderna que pasará a predominar hasta el presente.

 Fueron tres las principales obras de filosofía política de Hobbes, a saber: The Elements of Law (1640), De Cive (1642) y Leviatán (1651).

 Su propósito podría resumirse como el de poner la filosofía moral y política, por vez primera, sobre una base científica (deducible a partir de ciertas premisas) y así contribuir al establecimiento de la paz cívica y la amistad entre los integrantes de una asociación política (evitar la guerra civil y sus consecuencias, que historiará, en el caso de la de su país y época en un libro que tituló Behemoth: the history of the causes of the civil wars of England, and of the counsels and artifices by which they were carried on from the year 1640 to the year 1660 [alrededor de 1668], nombre de otro monstruo bíblico), haciendo que los seres humanos estén dispuestos a cumplir con sus deberes cívicos. 

 Se trata de una propuesta teórico-práctica, formulada con recursos analítico-deductivos, pero también retóricos (de excelente elocuencia, que en muchos pasajes el propio Hobbes denuncia como peligrosa herramienta para producir discordia) y de interpretación de los textos sagrados. No rehúye ningún recurso para convencernos de lo que propone.

 

 

[1]   Una ciudad de la antigua Grecia situada en Macedonia

[2] En la isla de Eubea

[3] Entre los Materiales complementarios que tienen disponibles al final de curso hay un breve texto de C. Grave sobre la filosofía de Aristóteles, donde se dice que la suya era “una filosofía de la convivencia humana” pues “las virtudes y el fin humano en general sólo alcanzan su actualización en la polis”. Para Hobbes, tantos siglos después, la convivencia sería insufrible y no alcanzable si no nos sometemos a una voluntad común, que tenemos que crear, delegándola, por consenso.