Leyendo ambas obras

Leyendo ambas obras

de Rodriguez Arturo -
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 Esta Unidad 2, que cronológicamente atiende a textos y autores del siglo XVI, aspira a presentar modos diversos de reflexión sobre eso que se ha llamado filosofía o teoría política, desde el "realismo" de Maquiavelo y su propósito de tratar de la “verdad efectual” del ejercicio del poder (en lo local y en las relaciones con otros poderes externos) hasta una alternativa exactamente inversa y contrapuesta, que es la de redactar un libro sobre “la mejor forma de comunidad política” o república, una que no se descubre en Europa sino en un territorio nuevo, no europeo, que no podremos jamás encontrar.

Uno, El príncipe, resume conocimientos para adquirir y conservar el poder monárquico, con un propósito instructivo y práctico, otro propone un modo electivo de organizar el gobierno de la comunidad y describe instituciones y costumbres en principio muy alejadas de las observables en Europa, de un modo jocoso y lúdico, no libre de ambigüedades pues al terminar su escrito (que en la segunda parte es, nos dice, la mera transcripción de lo que les contó Hitlodeo) el autor confiesa: “no puedo asentir a todo cuanto me expuso este docto varón, entendido en estas materias y buen conocedor de los hombres. También diré que existen en la república de los utopianos muchas cosas que quisiera ver impuestas en nuestras ciudades. Pero que no espero lo sean”.  

 Los textos de esta Unidad son, por tanto y en principio, muy diversos en sus enfoques, lo que seguramente ya observaron, sin perjuicio de que tengan coincidencias en algunos contenidos.

 Se puede constatar, por ejemplo, la oposición entre el “realismo” de El príncipe y el “irrealismo” de Utopía (una oposición que, empero, podría también ser objetada o matizada al menos en algunos pasajes).

 Eventualmente tampoco les será muy difícil vincular planteos utópicos del pasado con instituciones e invenciones modernas, lo que puede admirarnos por poner en evidencia la asombrosa capacidad de imaginación de (al menos) algunos seres humanos. Por ejemplo, es un lugar común sostener que “si Utopía anticipa en muchos aspectos las democracias de bienestar de nuestra época, las elaboradas restricciones que impone a sus habitantes también con frecuencia nos traen a la mente los modernos regímenes totalitarios” (George Logan & Roberts Adams: “Introduction”, en Thomas More: Utopia. Cambridge University Press, United Kingdom, 2003, pág. XII)

 Menos satisfactorio, acaso, será en la lectura hallar que planteamientos ya varias veces centenarios permanecen hasta hoy irrealizados o se repiten siglos después.

 Por ejemplo, para mencionar al menos un caso relacionable con la Utopía de 1516, ya hace más de un siglo que el matemático y filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970), entre otros textos suyos en su Proposed Roads to Freedom. Socialism, Anarchism and Syndicalism (Henry Holt and Company, New York, 1919), replanteó en términos muy similares a los de Hitlodeo y Moro (el carácter o personaje) el tema de la reducción del tiempo de trabajo y la crítica de la irracional sobreactividad de muchos seres humanos en medio de la forzada ociosidad de tantos otros, o la crítica de una paradójica y dañina ética del trabajo según la cual sería el deber de casi todos trabajar muy intensamente, largas horas y sin tiempo libre, aunque una parte de aquel trabajo solo sea para sostener los privilegios de una minoría ociosa y carente de utilidad social; una distribución inequitativa de tareas que, además, impide así a tantos otros tener trabajo e ingresos.

 La propuesta o expectativa era que el trabajo humano (dada su productividad siempre en aumento) condujera al ocio; a la vez liberara tiempo y produjera todo lo necesario, como siguen prometiéndonos (no sin gran preocupación por parte de quienes dudan) los impulsores de la automatización creciente de cada vez más tareas y funciones. Y ya hemos asistido a más de un siglo de mecanización y robotización, que multiplicó prodigiosamente la producción, pero sin que la conquista del ocio, el mayor de los bienes para quienes estamos vivos, se realice en similar escala y para todos.

 Más de una generación, por otra parte, ha convivido con utopismos tecnológicos, que ni dejan de formularse pese a su repetida inconcreción ni, tampoco, pese a los perjuicios que siempre acompañan, o siguen, a las iniciales y atractivas promesas de redención con que se anuncian todas las innovaciones.

 Las utopías pueden dar lugar también a sátiras, humoradas y ficciones, que han tenido cultores inclusive entre nosotros, en ambas orillas del Río de la Plata, y que comparten al menos un rasgo con la de Moro: su deleite en lo jocundo.

 En cualquier caso, también en todas las pasadas ideologías, así como en aquellas que subsisten en el presente, se han advertido o denunciado contenidos utópicos, pero inclusive los ensayos canónicos de la teoría política moderna han sido objeto de críticas que también las cuestionaron por su irrealismo, desde las desmesuradas expectativas de Maquiavelo respecto de un héroe político-militar que unificara Italia protegiéndola de los bárbaros hasta las futuras sociedades sin Estado de Marx (que leerán en algunas semanas) y el anarquismo, pasando por el sistema de John Locke y sus discípulos que, según objetara Josiah Tucker (1713-1799) en 1781, “es un esquema impracticable en cualquier sociedad, grande o pequeña”.

 Una reiterada objeción a los proyectos utópicos (algunos de ustedes quizá ya la formularon), que recayó también sobre el de Moro, refiere a su excesiva intención y propósito regulativo, incluso a la pormenorizada reglamentación que conllevarían y que se entiende incompatible con la variabilidad o espontaneidad de la vida, un corsé inaplicable que no puede contener al torrente vital ni sus avatares, salvo en la fantasías de los hombres de sistema, esos sistematizadores (con excesivos delirios racionalizantes o desatada imaginación).

 En nuestro propio país, hace ya más de un siglo, Pedro Bustamante (1824-1891), que fuera Ministro de Hacienda y Rector de nuestra Universidad, agregó una observación crítica que, ante las aspiraciones perfeccionistas de las ideaciones humanas, además de oponer razón y vida, trae a colación su no desentrañable mezcla con el mal:

Los acontecimientos no son tan rápidos en sus resultados como el espíritu humano en sus deducciones, y hay en todas la cosas una mescolanza tal de bien y de mal que, donde quiera que penetréis, cuando descendéis á los últimos elementos de la sociedad humana, encontráis esos dos órdenes de hechos coexistiendo, desarrollándose el uno al lado del otro, y combatiéndose, pero, sin anonadarse” (“Meditaciones”, en VIDA MODERNA, año I, tomo 1, Montevideo, 1900, p. 266).

 Sin embargo, y pesar de ello, nuestra contemporaneidad se caracteriza, cada vez más, por el despliegue de enormes (y no siempre ineficaces) burocracias privadas y públicas, nacionales e internacionales, que regulan, sistematizan, planifican, estandarizan, realizando en la vida de todos (ya no solo en una isla inubicable sino en el entero globo terráqueo) algunos de aquellos planteos moreanos, que constituyen hoy la trama no siempre advertida pero jamás ausente en la que los individuos actuamos. Los urbanistas y sociólogos, entre tantos otros, han descrito y teorizado esta reducción mayúscula de la diversidad en la que estaríamos envueltos y que se hace presente en las redes de transporte, en las informáticas, en la reiteración de paisajes transformados por ingenieros y arquitectos, en prácticamente todos los ámbitos y actividades (con buenas y malas consecuencias entremezcladas).

 Si todavía a mediados del siglo XIX un excepcionalmente experimentado viajero (por aquel entonces los viajes eran solo asequibles a minúsculas minorías privilegiadas y marineros) podía describir con disgusto las urbanizaciones jesuítico-guaraníes (que tuvieron una de sus fuentes de inspiración, precisamente, en las instituciones de Utopía):

Un sistema de completa uniformidad se extendía incluso al plan del poblado y de las casas. Los viajeros en las Misiones se consideraron a sí mismos víctimas de engaño cuando, después de cabalgar muchas leguas desde una Reducción, se encontraron con un facsímil de la que habían dejado” (Richard Burton: Letters from the Battle-fields of Paraguay. Tinsley Brothers, London, 1870, p. 28).

los trotamundos actuales (turistas y otros viajeros, que en el pasado año han visto empero muy limitados sus paseos debido a la pandemia, los cierres de frontera y cuarentenas) probablemente se desconcierten y disgusten si no encuentran en sus viajes por el planeta, en cada lugar, copias de aquello a lo que están acostumbrados, la misma hotelería, similares infraestructuras, marcas y amenidades, eventualmente una única lengua si fuera necesario conversar con lugareños. Utopía parece estar siendo, en la actualidad y desde hace ya un buen tiempo, imitada sin escándalo.

 Pocos entre ustedes, probablemente, hayan prestado atención a la peculiar relación entre moral y eficacia en la obrilla de Moro (que procura hacerlas compatibles, aunque eventualmente no lo logre en todos los casos, muy en especial cuando se considera la relación de los utopianos con el exterior), a diferencia de Maquiavelo con su postulación de una inevitable disyunción y la gráfica ejemplificación de las aporías que tal pretensión compatibilizadora conllevaría. Uno, como ya escribimos, representaría un idealismo irrealista, el otro acaso un prudente pragmatismo, aunque sepamos que si se presta atención a los detalles de las obras tales simplificaciones se complican y aparecen muy mezclados los elementos.

 En este choque de perspectivas lo que se advierte como moderno va impregnado de recurrencias y referencias al pasado y lo que se toma por pintura de un tiempo anterior está impregnado de anhelos para el futuro. Tal hábito de calificar o asignar prioridades es en realidad inconducente o impropio, Utopía y El príncipe, siendo escritos tan dispares, se acercan en más de un pasaje y los dos concuerdan en propugnar una expectativa esperanzada, aunque jamás se dé por cierta.

 El optimismo, es verdad, parece signar el escrito del cristiano (Moro) y el pesimismo el del neopagano (Maquiavelo).

 Ambos autores por diversa vía corrían, sin adivinarlo del todo pero columbrándolo cada vez más, a destinos aciagos, violento en el caso de quien aspiró a una armónica convivencia pacífica entre paisanos (fue degollado).

 Ambos se ocuparon de las fuentes en que nace la virtud y de los fundamentos del mal, los dos creyeron que el buen y mal gobierno eran temas que merecían la más alta atención, si bien concibieron remedios muy distintos y hasta usaron los términos con diferente significado y connotación.

 Maquiavelo evita, pero no siempre, la condena, pues se preocupa por la descripción, según nos dice él mismo, no sin trampa, de la verdad efectual y útil; Moro y Hitlodeo, en su obra aparentemente inútil, contraponen modos alternativos para censurar una realidad que les disgusta (el suyo es un diálogo y libro correccional) y que sería factible cambiar, si bien la inversión del modelo implica una radicalidad que, por lo menos, choca con los intereses de todos aquellos que tienen poder y están apegados a su vicios.

 No se puede concretar sino en esa isla perdida y para sus habitantes, que asumieron esos modos naturales y desconocen las convenciones inglesas (otra isla, pero menos feliz), las desdeñan y rechazan (pero no a todas).

 Entre ambos conformarían modos aún vigentes de abordar el fenómeno del poder, en los albores de transformaciones que, suponemos, ayudaron a conformar instituciones con las que todavía convivimos.

 Maquiavelo multiplica en su libro los casos o ejemplos para formular, a partir de ellos, inferencias sobre los modos alternativos y más adecuados de proceder si se tiene dominio y se quiere conservarlo. A su entender la psicología humana es siempre la misma y la historia (el conocimiento de lo que pasó) es un repositorio de enseñanzas útiles para quienes están vivos y deben decidir conductas.

 Moro, gracias a lo que le cuenta Hitlodeo, nos propone que una organización diferente de la convivencia y las instituciones sociales (modos de vida en distintos / principios sustentados) puede permitirles a los seres humanos construir una "mejor forma de comunidad política", donde además se unirían el placer y lo útil, la satisfacción de las necesidades de todos mediante un nada excesivo esfuerzo de trabajo asumido entre todos. Que la razón humano, creando buenas instituciones puede modificar el comportamiento y deseos de aquellos que en ellas viven, permitiéndoles "escapar" de "desastres, revoluciones y demás calamidades", de la guerra entre ellos, "si siguieran al pie de la letra este raro modelo de la república utopiana".